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Intolerancia.11

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Ruth había nacido en el seno de una familia judía. Su hermano cuatro años mayor que ella siempre fue el preferido de su madre. Todo lo que el hacía era motivo de festejo y adulación. En cambio Ruth jamás escuchaba una felicitación o una palabra de halago o un beso cariñoso. Era inútil todo lo que hiciera para conseguir su agrado. Nada era suficientemente importante para su madre como para regalarle un gesto cariñoso. Desde muy pequeña ella notó esta diferencia y siempre fue como una cruz que llevó a cuestas. Una cruz que sin lugar a dudas, sentía muy pesada.

Su padre era un hombre que llevaba una doble vida. Tenía una familia en Buenos Aires y otra en La Pampa y no les prestaba mucha atención nunca. Pasaba muy poco tiempo con ellos y con su esposa y ese tiempo no era justamente algo muy gratificante, puesto que el humor acre de ambos hacia mella en los dos hijos. Además solía emborracharse con frecuencia y cuando volvía de su juerga revoleaba por los aires todo lo que encontraba a su paso, inclusive a sus hijos si se le interponían en el camino, por lo que los dos solían encerrarse en  la habitación para no tener que soportarlo.

A su hermano le gustaba por igual la física que la química. Más que gustarle, podría decirse que le apasionaban. Solía hacer experimentos siguiendo las instrucciones de un libro y en algunas oportunidades provocó pequeños destrozos, pero su madre jamás se molestó  y nunca lo castigó por  ellos, siempre encontraba un justificativo para disculparlo.

Cuando era ella la que hacía algo mal, por pequeña que fuera la cosa, le correspondía un castigo. No es que la madre la golpeara, jamás usó la fuerza física, salvo en forma muy esporádicas un chirlo o una bofetada, pero le impedía jugar con sus juguetes preferidos,  ver los programas que seguía a diario por televisión o ir a jugar a la casa de una amiguita.

Se podría pensar que con el paso del tiempo un hijo termina por aceptar la situación y deja de dolerle o por lo menos se atenúa un poco el dolor, pero no fue eso lo que le pasó a Ruth. Jamás dejó de sentirse abatida por esa indiferencia. Nunca pudo entenderla. No obstante quería mucho a su madre y hubiera hecho cualquier cosa por ella si lo hubiese necesitado.

Así como su hermano desde muy pequeño había demostrado su inclinación por la física  y la química, ella había puesto de manifiesto su afición por la medicina. Con apenas poco más de tres años se dedicaba a curar a sus muñecos. Les daba jarabe y los vendaba y en alguna oportunidad los “operaba con una tijera” cortando sus cuerpos de tela y goma pluma y luego los unía con una alfiler de gancho.

Por supuesto, esto iba seguido de una reprimenda  por parte de su madre, quien la amenazaba con no comprarle mas muñecos.  Ella prometía no volver a hacerlo, pero pasado un tiempo, y  no justamente por haber olvidado la promesa hecha a su madre, sino porque sus sentimientos le hacían considerar que su muñeco estaba enfermo y que necesitaba urgente una operación  para curarlo, por lo que aun sabiendo que le aguardaba un castigo volvía a cortarlo y remendarlo con alfileres.

A medida que fue creciendo, aunque siendo aun niña, fue desarrollando distintas teorías para atraer el cariño de su madre, pero al ponerlas en práctica, ninguna le dio resultado. Siguió con estos intentos hasta muy entrada la adolescencia en que, por fin,  desistió de su empeño, con profunda tristeza y sintiéndose bastante frustrada por no haberlo logrado.

Mientras estaba terminando el último año del colegio primario, se preparó para dar el examen de ingreso al Bachillerato. Lo hizo sin ayuda de un profesor, sólo algunas solía hacerle algunas preguntas  a su hermano, quien constantemente le explicaba con precisión, cariño y sencillez.

Su hermano siempre le demostraba que la quería y trataba de compensar la actitud de la madre, haciendo grandes aclamaciones ante sus logros. Cuando le enseñaba algo y ella lo aprendía con rapidez, el la hacía sentir que era muy inteligente. De alguna manera esta actitud del hermano le fue creando un cierto sentimiento de autoestima que jamás hubiera logrado sin este apoyo incondicional y que por suerte  la postura de su madre no logró romper.

El día que se presentó a dar ese examen y que aprobó sin ninguna dificultad, conoció a las que serían desde ese momento y para siempre, sus amigas del alma, Natasha y Gladys.

Las tres tenían en mente terminar el bachillerato para seguir estudiando medicina.

Las tres eran bastante estudiosas y tímidas y tenían en común gustos muy parecidos para la música y los hobbies.

A ninguna les gustaba mucho los deportes ni ir a bailar y en cambio se pasaban horas haciendo palabras cruzadas y acostumbraban a jugar con mucha frecuencia al scrabble* cuando se reunían en la casa de cualquiera de ellas. Eran fanáticas de ese juego y dedicaban mucho esfuerzo a aprender palabras nuevas cada día para poder ganar. Eso las llevo a tener un profuso y léxico que, muchas veces, les facilitó la tarea en los exámenes

También eran cinéfilas, y juntas, no se perdían ningún estreno de filmes relacionados con temas románticos.

Todas estas condiciones las hicieron apartarse relativamente del resto de sus compañeras del secundario y formar un grupo bastante cerrado. Salvo en los famosos picnics del 21 de septiembre* -fecha tan querida por los estudiantes- donde solían compartirlo con las demás, no concurrían a fiestas estudiantiles.

Ninguna de ellas jamás quedó con una materia pendiente para diciembre o marzo, durante los cinco años de curso.

En su adolescencia y comienzo de su la adultez, no pudo llevar a cabo ninguna de las relaciones que intentó mantener con algún muchacho que le gustara,  por la férrea oposición de su madre. De una u otra forma se encargaba de rompérselas, sin importarle el dolor que le causara a ella.  Así fue como con el tiempo y casi sin darse cuenta, fue encerrándose en si misma y y a no quería salir, excepto con sus amigas del alma, quienes tampoco nunca tuvieron una relación de noviazgo.

Esto la había transformado en un ser distante ante la gente y su madre. Las únicas personas con las que se abría para contarles sus penas o alegrías, sus temores o ilusiones, sus sueños o realidades, eran con su hermano, Natasha y Gladys.

A su madre, había optado desde hacia mucho tiempo no contarle nada que tuviera relación con sus sentimientos. También se había prometido no intentar hacer nada más para conseguir su aprobación. Y aunque le doliera, cada vez que tenía algún triunfo académico, no recibir su felicitación y apoyo, ya no  la entristecía tanto al no recibirlo. Era una mezcla de aceptación de la realidad y de auto defensa.

Cuando terminó el bachillerato mientras a sus amigas sus padres les habían hecho un festejo y un regalo, a ella su madre, como era de suponer y predecir, no le había hecho ningún agasajo y ni siquiera la había felicitado, sólo le dijo que había cumplido con su obligación.

Su hermano sin embargo, como premio, la invitó a cenar y después la llevó al cine.

Ruth no quiso compartir esta salida con su madre. Le pidió expresamente a su hermano que el regalo fuera exclusivo para ella y que sólo lo compartieran entre ellos dos.

Su hermano se deshizo en halagos por las notas obtenidas durante toda su cursada. Cuando volvieron a su casa, encontró en su dormitorio un ramo de flores y una tarjeta que él le había escrito antes de salir, donde le reiteraba su complacencia por  el título tan merecidamente obtenido.

Luego comenzaron los preparativos para el ingreso a medicina.

Se comentaba que sólo el diez por ciento de los alumnos aprobaban ingresaban a la carrera, por lo que estaban bastante asustadas. Pero Ruth había alentado a sus amigas con una exclamación que usarían de allí en adelante cada vez que se vieran ante algo difícil: “si alguna otra persona puede hacerlo, nosotras también”.

Estas palabras se transformaron en un axioma que les daba valentía y las animaban a triunfar. Fueron muy efectivas a lo largo de todos sus estudios. Cada vez que una materia les parecía extremadamente larga y difícil, las recordaban y repetían dándose ánimo mutuamente.

Cursaron y aprobaron sin ninguna dificultad, el tan temido examen de ingreso a la carrera, de la misma manera que lo hicieron con los tres primeros años de la misma.

A partir del cuarto año ya no tenían que concurrir a la facultad. Todas las materias, excepto Medicina Forense,  se cursaban en el hospital elegido, conocido como “unidad hospitalaria”*. Fue allí donde conoció a Isaac.

Con casi veintidós años, comenzaba su carrera hospitalaria como estudiante sin haber tenido hasta ese momento ninguna relación estable, en parte debido al autoritarismo de la madre y en parte porque tampoco ninguna de sus dos amigas las tenían, lo que hacía que ninguna de ellas se sintiera completamente sola.

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