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La ceguera de Europa

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"Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven."

José Saramago

La separación e independencia del poder temporal y el poder divino fue establecida cuando los fariseos, intentando sorprender a Jesús, le enviaron a sus discípulos con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no? Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Entonces les dijo: ¿De quién es esta imagen, y la inscripción? Le dijeron: De César. Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. (Mateo 22:16 a 22:21).

Es precisamente esta filosofía la que promueve la libertad religiosa, entendiendo por ella no sólo la libertad de cada ciudadano para profesar la religión que crea verdadera, sino también la “libertad frente a la religión” misma, que ampara incluso a quienes no deseen profesar ninguna. Esta concepción de la libertad de la persona, es tan amplia y absoluta, que hace evidente que la profesión de una fe religiosa, bajo ningún concepto puede constituir un agravio para quienes profesan otro credo o para quienes no profesan ninguno.

El litigio entre la autoridad secular y la religiosa —que jamás ha dejado de estar vigente— ha adquirido notoria relevancia con el pronunciamiento de la Corte de Derechos Humanos europea, al establecer el 4 de noviembre de 2009, que la presencia de crucifijos en las escuelas públicas de Italia, viola las libertades religiosas y de educación. Este fallo, fue criticado por el Vaticano y generó la reacción del gobierno italiano, ya que el mismo contempla la laicidad, no como neutralidad del Estado ante el hecho religioso o ideológico, sino como ausencia de visibilidad de la religión. El veredicto crea una situación falsa y engañosa que posibilitará un escenario carente de toda concepción creyente, pero no, sin embargo, libre de otras filosofías antirreligiosas de impacto ético equiparable, orientadas a desencadenar la eliminación de las conciencias. Una posición que está siendo alentada por poderosos sectores con extraordinario poder mediático, interesados en moldear la opinión pública conforme a ideologías que se ajustan sus particulares intereses, comprometidos con los egoísmos políticos y económicos y no con la búsqueda de la verdad y del bien común.

Es esta una sentencia histórica, al ser la primera vez que el tribunal se pronuncia sobre la presencia de símbolos religiosos en las escuelas. En ella, concede razón a una ciudadana italiana de origen finlandés, enérgica defensora de su libertad, a la cual ofende la presencia de una Cruz colgada en la pared o puesta sobre la mesa de una escuela pública. Y ante tal decisión de la Corte Europea de Derechos Humanos, cabe preguntarse: ¿Qué derechos humanos y de quien, son los que defiende esta corte? ¿Qué instancia vela la tutela de la libertad religiosa en el mundo? ¿Dónde queda la libertad de millones de europeos a los cuales en modo alguno ofende la Cruz en las escuelas, porque —con independencia de las creencias religiosas individuales— la misma, recuerda y constata la identidad de todo el mundo occidental. Una identidad enraizada en la tradición histórica, filosófica y cultural del humanismo judeocristiano.

Si la causa por la que la Corte de Derechos Humanos de Estrasburgo ha sentenciado que la presencia de un Crucifijo en una escuela es «contraria a la libertad religiosa», se debe a que el símbolo se encuentra ubicado en un lugar público, en virtud de ese mismo principio, cabe deducir que es «contraria a la libertad religiosa» la exhibición cualquier símbolo confesional —no solo los cristianos— en cualquier espacio público de cualquier país europeo y consecuentemente, en base a este veredicto, habrían de eliminarse los mismos, para que nadie se sienta agraviado.

Como si de una historia de ciencia ficción se tratase, de aplicarse finalmente los fundamentos de esta inverosímil sentencia —jurídicamente muy discutible y en la práctica, de irrealizable aplicación— Europa mudaría su faz de tal suerte que quedaría irreconocible y convertida en suelo yermo, a merced de los ocultos y bastardos intereses que se esfuerzan en que de la civilización occidental, se adueñe un falso y fingido laicismo.

El pronunciamiento es muy discutible, porque la libertad de la ciudadana italo-finlandesa, termina donde comienza la de otros muchos millones de ciudadanos que sí quieren mantener la presencia de la cruz, porque ésta constituye la evidencia reveladora de sus señas de identidad heredadas de sus antepasados. A la sombra de las mismas han nacido, crecido, jugado, educado y desarrollado y las sienten como parte de sí mismos, porque irremisiblemente y para siempre, forman ya parte de sus vidas. ¿En que calle o plazuela no hemos jugado de pequeños, ante la presencia de la imagen de una virgen o una cruz?

Decían los griegos que no es humana una vida inanalizada. Si observamos los principios fundamentales de las cinco grandes religiones del mundo conocido: Budismo, Judaísmo, Cristianismo, Islamismo e Hinduismo, observaremos, que salvo particularidades propias de las características sociológicas de los pueblos y las épocas en las que éstas encuentran su origen, todas ellas intentan dar respuesta a los enigmas de la existencia del ser humano: su naturaleza; el sentido y propósito de su vida; el concepto del bien y el mal; la causa y el fin del sufrimiento; el camino hacia la felicidad, la muerte y el misterio que envuelve su origen y su destino. Consciente o subconscientemente, el sentimiento religioso impregna y da sentido a la existencia de cada uno de nosotros, incluso de aquellos que se declaran agnósticos, porque la propia negación de Dios, constituye la implícita afirmación de su existencia. El hecho religioso trasciende de la persona; se proyecta a través de sus deseos y objetivos, y se manifiesta en la totalidad de sus acciones. Es de este modo como se forja un concepto de la vida y con ella un modelo de sociedad.

Nadie que profundice en el hecho religioso con rigor y conocimiento, podrá negar la penetrante y decisiva influencia que este ha tenido en el desarrollo de la civilización humana. De hecho, toda cultura se constituye y articula, en sus elementos principales, en referencia al núcleo religioso de la misma. Prueba de ello es que, como tal, históricamente no se conoce ninguna cultura atea o agnóstica. Es una realidad incuestionable, que desde el comienzo de los tiempos, la religión ha arraigado, cual vigorosa raíz, en las profundidades de ese campo rico y fecundo que es el espíritu del hombre, soplo de Dios que nos hace humanos y nos distingue del resto de los seres vivos de la Creación.

Es una raíz que se adhiere a nuestras entrañas y de nuestra propia esencia, toma la savia que genera el tronco vigoroso de nuestra vida, dando respuesta a la eterna cuestión del sentido de nuestra existencia, de nuestro origen y pertenencia; la pertenencia de la  que brotarán las ramas que trascienden a la esfera social y pública, a través de nuestra obra que es la que configura los profundos surcos de la historia.

Quienes pretenden reducir la religión –o la ética– al ámbito exclusivamente “privado” de la existencia humana, no han entendido su verdadera dimensión. Aristóteles sí lo entendió: “Ninguna de estas dos cosas puede privatizarse”. La religión no puede circunscribirse al ámbito material de los centros de culto, como la política no puede ser encerrada en el ámbito estrictamente material de los foros oficiales, porque una y otra tienen una proyección e incidencia tan profunda sobre todos y cada uno de los miembros de la sociedad, que entrambas configuran nuestro pensamiento y modelo de vida.

Resultará una empresa estéril pretender ignorar nuestros orígenes greco romanos, de los que hace más de dos mil años nació el humanismo cristiano, que es la concepción de vida y modelo de sociedad en que se basan nuestras leyes –Derecho Romano- nuestra historia, costumbres, rituales, tradiciones, fiestas, arte, cultura y hasta la propia arquitectura de nuestras ciudades.

¿Con cuantas hornacinas, pequeñas ermitas, imágenes y cruces nos encontramos por los caminos de Europa —lugares públicos— dispuestas para que caminantes y peregrinos pudiesen orar durante el desarrollo de sus largas y duras  jornadas? ¿Qué haremos con nuestros cementerios que están plagados de cruces e imágenes? Al ser lugares públicos, ¿habremos de arrasar con todas ellas?

Quizá convendría recordar en este punto la interesada y desmedida resonancia mediática que en diversos países ha alcanzado la persistente pretensión de alguna niña musulmana, de asistir a clase en un colegio público, con el chador, foulard o hiyab islámico. No creo que la defensa de estas creencias por parte de quienes las practican, sean compatibles con el laicismo rampante que se yergue sobre Occidente.

Sin embargo, incongruentemente, para defender la libertad de ateos, agnósticos, masones y seguidores de otras religiones y no ofenderles, se pretende que los cristianos circunscribamos nuestra confesión al ámbito de lo estrictamente privado. ¿Habremos por consiguiente de desguazar nuestros museos que son lugares públicos plagados de célebres obras de arte de carácter religioso? ¿Eliminaremos de nuestras bibliotecas públicas toda obra inspirada o que haga referencia al humanismo cristiano? ¿Las eliminaremos de las librerías que son establecimientos públicos? De nuestros teatros, que son recintos públicos, ¿eliminaremos la representación de toda joya teatral o musical para no ofender a los no creyentes o devotos de otras confesiones? A las fiestas de Navidad y Semana Santa —que se celebran en todo el mundo occidental— ¿habremos de llamarles “fiestas del solsticio de invierno o de primavera” para no incomodar a quienes no compartan nuestras creencias? ¿Habremos de eliminar, procesiones y romerías, consustanciales con nuestra cultura, historia y tradiciones? En esta misma línea, al Papa y sus pastores, tendrían que recluirse en el recinto del Vaticano y sus parroquias para no irritar a los no creyentes y desde luego habrían de suprimirse las misiones y toda la obra benefactora que han realizado a lo largo de su historia. Como no sea en la intimidad de nuestro hogar, ya no podríamos escuchar en un auditorio público la obra profundamente religiosa de Bach, el Mesías de Haendel o los Requiem de Verdi, Mozart o Brahms —por no citar más que algunos ejemplos de las grandes obras maestras de la música— para no herir la sensibilidad de los que no comulgan con nuestras creencias.

Llegando a las últimas consecuencias del absurdo, en virtud de los principios de esta sentencia de la Corte de Derechos Humanos de Estrasburgo, debería de abolirse el actual calendario gregoriano, oriundo de Europa, basado en el origen de la era cristiana, considerado tan extraordinario avance científico, que se ha erigido en uno de los más valiosos patrimonios de la cultura occidental, actualmente utilizado de manera oficial en todo el mundo.

Es evidente que el cristianismo ha configurado la cultura y el pasado de Europa. La cuestión es saber si esa herencia cultural pertenece, definitiva y exclusivamente, al pasado, o si puede desempeñar aún un papel configurador en el futuro de nuestro continente. En otras palabras, si el cristianismo declina, lenta, pero inexorablemente, hasta convertirse en un residuo marginal o si, por el contrario, es capaz de revitalizar estas viejas estructuras; si Europa como tal, puede sobrevivir prescindiendo del cristianismo, o no.

De llegar a culminarse el proyecto laicista imperante entre el mundo de la progresía, ¿Podríamos realmente llamarnos europeos? Nunca como hasta ahora, estas cuestiones han adquirido tanta fuerza e importancia. Sin embargo, como señala el filósofo italiano Giovanni Reale[1], es precisamente ahora cuando resultan más esquivas. Si no se quiere reducir Europa a un mero desafío político o económico, es necesario tener el valor de lanzar una mirada al origen de nuestra historia, a la posibilidad de renovar al hombre europeo, reviviendo de forma nueva sus raíces históricas, culturales y espirituales.

Como ha reconocido el profesor Jürgen Habermas[2], la supervivencia del Estado democrático y liberal únicamente será posible merced a ciertas actitudes y aptitudes morales y cívicas que hoy en día tan sólo atesoran las tradiciones religiosas, y en Europa particularmente el cristianismo, afirmando al mismo tiempo de manera inequívoca, que es contrario a la esencia misma del Estado democrático y liberal, promover el laicismo desde el poder.

Mientras que la fe parece ser más sentida que nunca en todo el mundo, Dios parece ser considerado por muchos, un absurdo anacronismo en Europa. Ya en el verano de 1999, el semanario estadounidense «Newsweek» publicaba una interesante y provocadora investigación en la que reconocía que en el final del pasado milenio, en el viejo continente, las estadísticas revelaban una indiscutible crisis de espiritualidad. El 39% de los franceses se declaraba sin religión; el 56% de los ingleses creía en un Dios personal. En algunos países, como en la República Checa, la práctica dominical no llegaba al 3 por ciento, dato que se repetía también en otros países de la Europa occidental. Los maravillosos templos que marcan la unidad arquitectónica de Europa están en buena parte vacíos, hasta el extremo de que en Holanda, se han vendido iglesias que ahora son utilizadas como mezquitas.

La fuerza del proceso de integración europea, como vieron lúcidamente sus fundadores (Adenauer, de Gasperi o Schumann), depende de la capacidad para crear «una comunidad homogénea», es decir, de su solidaridad y de su subsidiariedad.

Las conclusiones del informe emitido por los cerca de cincuenta intelectuales más prestigiosos de Europa, hombres y mujeres del mundo de la cultura y del pensamiento occidental que intervinieron en el Simposio presinodal europeo, organizado por el Consejo Pontificio para la Cultura, señalan que es en este punto en el que se hace presente la aportación cristiana. En el mismo se manifiesta que no será posible la verdadera unidad Europa, si antes no tenemos conciencia de que primero debe producirse una comunión de identidades y principios, evolución que no puede basarse simplemente en el legado histórico y cultural del pasado, sino que debe encontrar su auténtico fundamento en los valores esenciales aportados por el cristianismo al viejo continente: substancialmente, la consideración del ser humano como persona, los conceptos de libertad y de igualdad. Estas concepciones, son ininteligibles si antes no abandonamos la sustitución realizada del telón de acero, por la cultura de la gran ciudad que sumerge al hombre en el materialismo consumista y el anonimato de la secularización, aún más impenetrable que el anterior. La nueva Europa, no se puede construir implantando un laicismo que nos conducirá irremisiblemente hacia el individualismo salvaje y el vacío colectivista, sino por el contrario, creando un modelo social más humano, capaz de abrir espacios para una nueva cultura.

Estamos al borde de reducir nuestro viejo continente, al mercado de los analistas de mercado. El profesor Schambeck[3] denunció hace ya más de una década el ocaso de la idea europeísta y su transformación en pura aritmética económica que, si bien la convierte en una potencia comercial, reduce las metas éticas a la mera posesión de bienes materiales, y entierra los valores humanos bajo la lógica implacable del mercado.

Se trata de revitalizar el árbol haciendo que se nutra de sus raíces originarias, devolviéndole la savia que le dio vida y forjó su razón de ser, impidiendo que se marchite mediante el ataque de la nueva idolatría del materialismo egoísta. Es vital para nuestro continente reencontrarse con sus raíces. No para recrear la cristiandad medieval, sino para volver a beber de las fuentes que la hicieron fecunda, y sin las cuales corre el grave riesgo de terminar por desaparecer.

Una sociedad sin trascendencia no es viable, y la demostración tangible de esta aseveración la ofreció la caída del comunismo en 1989, que tuvo un significado espiritual inmenso.

Recordemos que al igual que tras la reconquista de Granada por parte de los Reyes Católicos —al contrario de lo que está ocurriendo en estos momentos— la unidad de España se produjo en base a una profunda unidad espiritual, Europa sólo podrá sobrevivir reencontrándose consigo misma, con sus valores y principios inspirados en el humanismo cristiano. No se puede separar el tronco de sus raíces a partir de las cuales nacieron los frutos —las naciones y las culturas europeas— sin que este muera. Como dice Saramago: "Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.

Por ello, a este continente desilusionado, al que la libertad reencontrada no ha traído la felicidad, Juan Pablo II, en la inauguración del Sínodo de los Obispos de 1999, quiso lanzar este sentido llamamiento: «Europa del tercer milenio; no te quedes con los brazos caídos; no cedas ante el desaliento; no te resignes ante las maneras de pensar y de vivir que no tienen futuro, pues no se fundamentan en la sólida certeza de la palabra de Dios».

César Valdeolmillos Alonso

[1] Giovanni Reale, (2005). Raíces culturales y espirituales de Europa. Herder

[2] Filósofo y teórico social alemán cuyo pensamiento entronca con la Teoría Crítica de la Escuela de Fráncfort. Su obra se enfoca en las bases de la teoría social, la epistemología y el análisis de las sociedades del capitalismo avanzado.

[3] Herbert Schambeck es un miembro de las Academias de Ciencias de Padua, Madrid, Dusseldorf y Milán, así como la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, consultor del Pontificio Consejo para la Familia y Gentilhombre di Su Santidad en el Vaticano. Miembro Honorario de la Sociedad Checa aprendidas en Praga, y Presidente Honorario de la Comisión de Juristas de Austria. Ha publicado varios libros y también ha participado activamente como editor. Su lista de publicaciones incluye más de 700 publicaciones sobre derecho público, ciencias políticas y filosofía de la ley.

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César Valdeolmillos Alonso

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