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Los hijos de Páez y Santander

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¿Sorprendido de la ruptura de relaciones diplomáticas?  No hay para tanto, paisa o paisano, colombiano o venezolano, respectivamente.  Eso estaba sobre la mesa, dado el espíritu de guerra que merodea desde una década para acá a la región, cuyo único delito parece haber sido despertar de un mal sueño libertario y descubrir que todavía se vive en medio de condiciones coloniales.  Lo que pasa es que duele, por muchísimas razones.

La suerte está echada no desde ahorita, que formalmente se rompieron las cosas, sino desde hace casi 180 años cuando poderes extracontinentales e intereses locales (cuando no personales) obraron para dividir y quebrar un sueño que lucía demasiado poderoso como para ser cierto:  la unidad, la mancomunidad.  Potencias extracontinentales, codicia y sed de poder de muchos pusieron a los pueblos, primero, a dormir y, luego, a naufragar.

Como reza una teoría del caos por allí: nada es casual y solo en su ser, y todo acarrea consecuencias, hasta el aleteo de una mariposa.  Bolívar luchó por una integración que siempre en la historia de la humanidad ha sonado utópica (¡cómo cuesta poner a congeniar a un hombre con otro!) y que luego derivó en un fruto maldito de contiendas y afanes particulares.  Muerto él, murió el poder moral, y ya no consiguieron freno los padres de quienes al presente han conducido a los pueblos de América Latina por el derrotero de una falsa democracia y prosperidad.  El débil aleteo inicial se ha convertido en una borrasca hoy, no pareciendo importar tanto los culpables como los hechos, que ya parecen bogar indeteniblemente.

Sería ridículo que, como el chiste*, un paisano o paisa detenga a un gobernante de esos, hijo de Páez o Santander (que los hay indistintamente en todos los países bolivarianos), y le caiga a trompadas para cobrarle el haber trabajado por la separación de las patrias, contrario al sueño bolivariano, cuadrado con el interés extranjero, con el capitalismo destructor e imperial, amador de dioses paganos.  La América Latina cundió en esa prole de Santander y Páez, leguleya y engañifa ella, brutal y caudillista, servida a su propio gusto luego de la muerte del Libertador.

Fueron esos hijos suertes de hormigas que se adueñaron del poder, convirtiendo en cuevas de batallas sus respectivos países.  Caídos en la trampas de sus propias divisiones (caudillismo), peleados codiciosamente por el pulgón de sus intereses (poder económico), se apoderaron de las tierras y bienes de las repúblicas, consolidándose en castas, sembrando la miseria social, la división, la exclusión, unas veces unos apoyados por padrinazgos extranjeros, otras veces otros, según la conveniencia del padrino, lógicamente.

Se juraron estos hijos de Páez o Santander la guerra a muerte entre hermanos (ya como cúpulas económicas), calculándose socarronamente quién ganaba más o quién obstentaba el mayor blasón de pulcritud de sangre o de poder político, cada cual desde sus respectivos huecos, como si una reciente guerra de Independencia no hubiera acabado de concluir, hecha precisamente para destruir lo que ahora ellos parecían seguir cultivando con una ansiedad de inusitado colonialismo...  Como si el piso republicano que tocaban no les hubiera sido dado por la sangre y el sudor de un hombre que durante la lucha dejó una cuantiosa fortuna y se vio precisado a cubrirse con una ropa ajena para vestir su muerte.

Eso entre ellos, en las alturas paecistas o santanderistas; entre iguales, digamos, sobre  los niveles de sangre, desde un bunker de país contra otro, como amos del coroto que siempre han sido. Mientras tanto el pueblo siempre fue en medio de semejante juego de poderes y caprichos ricachonescos una masa despaturrada, destripada, descarnada, descalzada.  Suerte de cantera o mina de oro donde se acudía periódicamente para seguir refrendando el poder bajo el discurso del engaño, poder alimentado y sostenido por sudores, sangres y lágrimas.  Ya saben..., es el sistema, la costumbre, la ley, la patria, donde todos tenemos que luchar y defender, entendiendo, lógicamente, que la historia del mundo siempre ha sido un desglose entre unos que mandan y otros que obedecen, unos que comen y otros que son bocados, unos que depredan y otros que sostienen la cadena alimenticia. Lo dice la sabia cultura universitaria.  Lo normal a aceptar.

Tal pareciera ser el historial, grosso modo, de esas iniciales cúpulas que se disputaron el terruño de los países como unas haciendas, ya en forma de proles olvidando todo pasado independentista y procedencia, sembrando la división, cosechando hoy tormentas, como se ve soplan los vientos.  Cada uno en su bando, utilizando la antigua unidad mejor como un argumento de soberanía y guerra, apadrinándose en el juego de la historia de sus intereses locales con poderes extranjeros.  Los EE.UU. fueron una potencia que en un principio los trató como socios comerciales (S. XIX) y luego, cuando se declaró imperio (S. XX), ya los mantenía envueltos, enhebrados, dependientes, casi como protectorados, digamos hasta con la historia y valores comprados.

“Hijos de Páez y Santander terminando de aniquilar al padre Bolívar. Parricidas de la historia”

Y hoy, que las masas ya no se aguantan tanto tener vocación de mina, porque del hueso no se explota gran cosa (y eso no le encaja ni al explotado), los pueblos parecen haber despertado y tomado su lugar en el reclamo.  Hay el derecho a la vida, al disfrute de la riqueza patria, a la ilustración, a la libertad...  Hoy entonces se caen las máscaras de quienes secularmente han expoliado y cargado con todo.  Hoy entonces los responsables buscan otra vez al padrino para su defensa (no resisten tanta miradera), pero no como ayer, cuando se defendían entre guerras caprichosas de ellos mismos, sino para contener a los pueblos, que reclaman historia.  Entonces hoy ocurre el fenómeno indigno:  se declaran de una vez de la misma materia y condición del padrino y presentan guerra a aquellos a quienes inveteradamente han explotado, es decir, a los suyos, a su propia gente, su propio pueblo.  Ocurre que las castas de sangre, económicas y gobernantes se hacen aéreas, extranjeras, volátiles nacionales, y van contra los propios, enemigos dentro de la misma patria, patria patria o Patria Grande.

¿A quien no habrá de dolerle semejante historia?  Hijos de Páez y Santander terminando de aniquilar al padre Bolívar. Parricidas de la historia, sembrando el continente de armas, infundios y bases militares para ir en contienda en contra de nacionales esencias, que jamás sintieron ni comprendieron porque se acostumbraron a mirar hacia afuera, a sostenerse mirando para afuera, simplemente.  Trayendo el afuera para el adentro ─se dirá─ para terminar de dinamitar el resto interno y así conservar el interés y posición personales, el negocio, el billete, la empresa, la hacienda, los esclavos, el perfil “connotado” de siempre, el lindo niño hijo de siempre aprendiendo a domeñar pueblos, entrenando esclavos...

Son castas que gobiernan todavía y apuestan a la destrucción del todo para existir en el uno personal, con su amada ventana abierta hacia el exterior, por donde ahora entran irremediablemente corrientes contranacionales, amenazantes hasta de ellos mismos (si no se “cuadran” fiel con el padrino), arrasantes, imparables.  Ahora que los pueblos despertaron y parecen de armas tomar, reclamando historias, a ellos ya (a los hijos de Páez y Santander) no les queda más que la formalidad de declarar su bando, es decir, el foráneo, es decir, el extranjero, pero sobre tierra propia, yendo vilmente contra sus paisas y paisanos.

¿Qué dos países bolivarianos hayan roto relaciones, porque uno despierta pueblos y el otro los adormece?...  ¿Cuándo en el interés de las castas hubo establecidas relaciones diplomáticas entre los pueblos y para los pueblos, más allá de la macolla de los innombrables interés de ellas mismas?  Había relaciones comerciales, capitalistas de las “buenas”, pero jamás un vaso comunicante de sentimientos de patria, de conciencia, de historia, de identificación e identidad, de orígenes y procedencias históricos, de sentimientos auténticos de pueblos. Siempre hubo un estatus de sangre, poder y dinero por encima, y otro de sudor, explotación y miseria por debajo. ¿Quién pueblo famélico puede intentar relaciones de fraternidad si apenas el fuelle le alcanza para la supervivencia, cercado como vivió en medio del dominio a través de la ignoracia? La historia, también, le había sido sustraída.

Ahora, que el pueblo se levanta, empieza la guerra de Independencia de nuevo, fratricida ella, como toda guerra cuando el enemigo convive en casa como un hermano que nunca fue, o contra un capataz (la clase económica y de gobierno) al que siempre el gobernado por lo menos le reconoció nacionalidad, inocente del engaño.

Pero podría no haber guerra, ni presente ni futura.  Baste con que el pueblo se vuelva a acostar a dormir y ningún dirigente revolucionario se ponga a revolver el divino estatus del sistema de cosas del pasado; baste con que los esclavos vuelvan a sus norias y la clase tradicional dominante, junto a su sistema de cartillaje de explotación humana (el capitalismo), vuelva a ocupar sus puestos de mando, como hijos de Páez y Santander que son, sobre el polvo tranquilo depositado encima de sarcófago de Simón Bolívar; baste con que el padrino de la clase gobernante vuelva a recibir bombeos de energéticos recursos hacia sus arcas, no importando que algún “loco” por allí hable de justicia, revolución o traición a la patria, ni que la gente llana de pueblo pierda el pellejo sobre el asa de las palas.

Caso contrario..., habrá la guerra, una inusitada, que se palpa en el ambiente histórico, entre el bando de los ahijados y padrinos, y los descamisados en rebelión.  No se trata de una suerte echada, sino de una historia.

Notas: * El chiste aludido más o menos dice así: Un criollo le cae a golpes a un español porque ellos “nos cambiaban espejitos por oro o nos mataban”. Cuando el agredido replica que eso fue hace mucho tiempo, el agresor responde “pero yo me enteré esta mañana”.

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Oscar J. Camero

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