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Carta de amor

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Ha sucedido lo inevitable entre dos seres vivientes por cuya piel transita la vida y en cuya anatomía palpita el movimiento perpetuo de todas las generaciones de todos los tiempos. Ha sucedido lo que tarde o temprano tendría que pasar estando, como yo, expuesto a ver tu tierna mirada de princesa africana cruzarse con mis ojos de peregrino de de las sabanas y transeúnte de los valles.

Ha sucedido lo predecible, lo imaginable, lo obvio entre dos seres que se sueñan desde la mañana hasta el infinito; entre dos almas cuyas realidades se cruzan en el camino de las melodías armoniosas dedicadas a la vida.

Ha sucedido que me enamoré perdidamente de tu sagrado nombre ocho letras sonoras, cálidas y unidas por la música del Caribe.

Me enamoré de tu andar armonioso, sensual y seductor desde la cumbre accesible de la cordialidad hasta el valle extenso de la melancolía.

Me enamoré de tus párpados entreabiertos y de tu mirada serena, fija en las sombras de las erguidas palmeras de la playa remojada por las aguas tibias del océano inmenso.

Me enamoré de tu piel morena, torneada por el sol brillante del trópico en donde tu infancia juguetona dio paso a tu coqueta juventud y a tus años firmes en donde el rostro de mujer amable se nota cada vez más sublime y espléndida.

Me enamoré de tu boca sugerente, de tus labios tentadores de tus palabras cautivadoras, de tus tonos fascinantes. Me enamoré del mestizaje ilimitado de tu idioma y de todos los recuerdos presentes en cada sonido procedente de tu sabiduría.

Me enamoré de tus curvas sinuosas e insinuantes en donde han encontrado descanso, solaz y atracción los ojos absortos de todos los que, como yo, han disfrutado del privilegio inexpresable de ver tu cuerpo delineado en el lienzo multicolor del horizonte claro y despejado de la mañana o en la brumosa penumbra de la noche.

Me enamoré de tu cabellera ondeante, movida caprichosamente por la brisa del nordeste; de tu perfume de mujer bonita y de dama señorial y conquistadora de hombres libres, viriles y de espíritu libertario.

Me enamoré de tu mirada de hembra persuasiva, de mujer que se deja dominar para luego vencer; de niña coqueta cuyos pasos seguí a través de la arena de los senderos por donde anduviste en compañía de tus recuerdos.

Me enamoré de tu frente coronada por las flores de la inmarcesible juventud y la cándida caricia de tu infancia mil veces recuperada en los recodos de los calendarios y en las horas del ayer y en los instantes mágicos del presente.

Me enamoré de tu voz amerindia obsequiándome con su sonoridad incomparable y del silencio que yace imperturbable en una acera del olvido y en un balcón de la memoria.

Me enamoré de las lágrimas cristalinas que resbalan por tus mejillas enrojecidas por el repudio a la injusticia y el rechazo a los personajes siniestros y oscuros en cuyo corazón se refugia el resentimiento y el rencor.

Me enamoré de tus manos tendidas a los amigos de invierno y verano; a tus días sostenidos en el arco inamovible de la leyenda. Me enamoré de la gota de lluvia límpida en tus brazos tiernos.

Me enamoré de tu coqueteo con el cielo y el mar, unidos para componer una canción de amor a la tierra y bautizarla con tu nombre.

Por eso y mucho más, te confieso, que me enamoré de ti, Riohacha, y por eso dejo mis huellas en la playa y camino feliz por tus calles angostas, al encuentro con el abrazo del amigo, el poema de tus cantores y la música de un acordeón obsesionado con decirte que te quiere, que te ama y te pertenece.

Te amo. Riohacha de mis amores, porque eres una constelación de sentimientos, pasiones, amores y clarividencias a orillas de un océano inmenso como el afecto por tu tierra, por tus brisas y por cada uno de tus ancianos sabios, tus varones fuertes, tus mujeres agraciadas y tus niños en quienes descansa la promesa de que Dios también deja sus huellas en tu cielo y tu tierra.

Por: Alejandro Rutto Martínez

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