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Los secretos del almendro (Final)

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Los secretos del almendro (Final)

Séneca: "Si quieres que tu secreto sea guardado, guárdalo tú mismo".

 

Nota: este fragmento corresponde a la serie "Los secretos del almendro" de la cual se han publicado anteriormente cuatro entregas. Para entender mejor las siguientes líneas te recomendamos leer las partes 1, 2, 3 y 4. ¡Los escritos son verdaderamente emocionantes!

Entré muy rápido a la casa y conseguí una vieja bolsa de manigueta desgastada por el raudo e inevitable paso del tiempo. . En su interior acomodé los panes y los escondí en la parte más alta de nuestro viejo escaparate hecho de triple y frágiles tablas con las que hacían las cajas en que empacaban el whisky traído de contrabando desde Aruba.  Para mayor seguridad le puse encima cuatro sacos de nailon que mi papá utilizaba para empacar las verduras cuando iba al mercado los domingos por la mañana. Si todo salía bien y los panes pasaban esa noche sin ser descubiertos, al día siguiente llegarían a su insólito destino final.

La cuadra estuvo muy concurrida durante todo el día y aún más en horas de la noche: en todas partes llegaba cada vez más gente  desde todos los rincones de la ciudad y cuando ya era un poco más tarde comenzaron a llegar los parientes desde Cartagena. En las horas de la noche aparecieron unas pequeñas mesas de madera alrededor de las cuales ponían unas rústicas bancas de cuatro patas, sin espaldar en donde la gente se acomodaba para hacer lo que más se hacía en los velorios de la época: contar chistes de espantos y apariciones; beber ron y jugar dominó. Por entonces los velorios no duraban hasta las 9 ó 10  de la noche  como en los tiempos modernos, sino que se prolongaban hasta las seis o siete de la mañana cuando los que habían amanecido se iban a descansar un rato y eran relevados por quienes se acostaron más tempranos y estaban dispuestos a pasar el nuevo día dándole al muerto un afecto que ya no necesitaba y que nunca le mostraron en vida y a consolar a los familiares y a ayudarlos en los preparativos del sepelio y de las nueve largas noches que se avecinaban.

El día transcurrió muy rápido yo lo viví plenamente viendo todo lo que pasaba en la cuadra: observé  a las mujeres de negro riguroso y peinado impecable;  a los hombres de camisa blanca almidonada con una pequeña botella de aguardiente en el bolsillo derecho trasero del pantalón; a los taxistas que en sus enormes camionetas traían en cada viaje una decena de clientes; a los vendedores de empanadas que en sus grandes ollas ofrecía, y vendían, sus manjares; a las collas del bar  Casa Blanca quienes lucían emperifolladas  y caminaban como ofreciéndose al mejor postor con sus blusas de vivos colores, como si fueran para fiesta, sin importarles el luto ajeno;  a los vendedores de cacharro que dejaban sus espejos y mecedoras en el sardinel mientras se iban a echarle una mirada al difunto; y los aviones del vuelo de la tarde pasando  a baja altura, de manera que despeinaban a las damas recién salidas de la peluquería.  Llegó la noche y me pareció que por lo menos medio pueblo estaba en nuestro barrio. O, para ser más precisos, en nuestro vecindario.

En realidad aquello no parecía un funeral sino una fiesta.  Un gorrión escuchó dejar los acordes de su canto desde lo alto del almendro y tres desde el bosque cercano los perros emitieron un lúgubre aullido como saludando con respeto la espléndida luna que en lo alto del firmamento me anunciaba que era la hora de cumplir una cita con el reparador descanso nocturno. 

Antes de colgar la hamaca  revisé por última vez el recóndito lugar donde guardaba mi preciado secreto y, sin más, quedé profundamente dormido. Unos minutos más tarde soñaba con el ruidoso avión que pasaba casi rosando los techos de nuestra vivienda y alcancé a ver el rostro de un piloto mirando con interés como si buscara a alguien en medio de la multitud que desfilaba ante el humilde féretro del carpintero. Luego me desperté y volví a pensar en aquel pasajero retrasado que había perdido su vuelo y lo imaginé dando vueltas en su cama del hotel, tratando de conciliar el sueño y haciendo planes para no retrasarse de nuevo para poder estar esa mañana temprano y finalmente llegar a su destino, aunque fuera con un tiempo de retraso.

A las 5 en punto de la mañana desperté y con el pensamiento aún nublado por el sueño interrumpido me dirigí al escaparate, tomé el paquete con los panes y, con éstos en la mano corrí  hacia uno de los lugares más queridos de esa casona grande y vieja en donde transcurría de manera tranquila y feliz mi infancia: el corral en el que ya se despertaban las 250 cincuenta gallinas, 15 gallos  y los 37 pollitos que mis padres acumulaban como su principal riqueza material.

Abrí la destartalada puerta de metal y la cerré por dentro.  No tuve necesidad de llamar a los animales como mi mamá acostumbraba a hacerlo…se acercaron con el paso torpe que les permitía su limitada visión a esa hora de la madrugada y pronto las tuve a casi todas a mi alrededor.  Comencé a convertir el pan en migajas y se lo lanzaba a las más próximas. Así hice con la primera hogaza, con la segunda…y con las demás.  Todos los trocitos de pan fueron comidos con avidez y al cabo de unos minutos  yo di por finalizado el singular desayuno al salir y cerrar nuevamente las puertas. Volví a mi hamaca como si nada hubiera pasado  pero no pude permanecer mucho tiempo acostado pues el excitante olor del café recién preparado me llamó con urgencia a la cocina en donde mamá comenzaba las interminables labores no solo de ama de casa sino de matrona, enfermera, educadora y guía moral de una de las familias más numerosas del pueblo.

Cuando me asomé por la ventana vi a un borracho hablándole a otro directamente a la nariz como suelen hacer todos los borrachos y a una vecina que le repartía tinto en pequeñas totumas a los insomnes acompañantes del velorio.

Cuando el reloj de la sala marcaba las siete en punto de la mañana y los periodistas del noti diario de Radio Península despedían el informativo, me dirigí al aeropuerto en mi acostumbrado viaje de los días libres. Dejé la bicicleta junto al almendro de siempre, de donde ya habían desaparecido todas las migajas de pan que observé el día anterior y vi en primera fila al hombre que el día anterior corría desesperadamente detrás del avión en el que nunca pudo viajar. Tenía un periódico en la mano y a su alrededor se congregaban varias personas quienes leían con interés y le daban palmadas en el hombro.  

Numerosos policías y soldados acordonaban el terminal y sus alrededores y los guardias de seguridad revisaban minuciosamente cada una de las valijas de los pasajeros. Era evidente que algo inusual estaba pasando.  ¿Quién podría decirme qué era lo que ocurría?

Fui a donde el voceador de prensa y, mientras le pagaba, quise preguntarle qué pasaba, pero el  titular en el periódico me dio la respuesta.  En letras bien grandes y a lo ancho de la página se leía: “Secuestrado avión con 43 pasajeros en el Aeropuerto San José de Maicao”. 

Cuando leí toda la información miré al señor que no pudo viajar el día anterior y comprendí por qué le daban palmaditas de felicitación. 

El avión había sido llevado a una isla del Caribe y allí los pasajeros fueron liberados, decía la noticia.  Miré al hombre que hoy lucía una radiante camisa verde y comprendí que, de no ser por su retraso, hoy estaría por allá, lejos de su familia, preparando el viaje de regreso, con un paquete de habanos originales en el bolsillo.

Uno de los párrafos de la extensa nota me llamó la atención más que todo el relato de los hechos: “Los delincuentes llegaron como pasajeros comunes y corrientes y la débil seguridad del aeropuerto no pudo detectar las peligrosas armas con las que cometieron el ilícito. Las autoridades confirmaron que éstas fueron escondidas en la parte interior de panes e gran tamaño a los que se les había hecho un agujero en el centro”.

No pude dejar de sentir una opresión en el pecho al comprobar que en mis manos estuvieron parte de los panes que sirvieron para esconder éstas armas. ¿Y si la policía me hubiera encontrado esos panes en mis manos?  ¿Y qué tal si, por pura casualidad los hubieran encontrado en el escaparate de mi casa?

Pensé también en la suerte del señor Tonucci, pues  de algo yo estaba muy seguro: los panes del delito habían salido de los hornos de su panadería. Me dio lástima que lo fueran a implicar en un asunto tan terrible como ése y su carrera de buen panadero se fueran a perder por causa de un delito que no había cometido.

El hombre de la camisa verde abordó su vuelo con mucha puntualidad y poco a poco los  policías y militares se fueron retirando, de manera que el lugar quedó bastante solo. Por allí se veían únicamente las prostitutas decepcionadas por la escasez de clientes y se percibía el delicioso producido por una docena de provocativas manzanas rojas que Aníbal Polo no había alcanzado a vender.

La prensa nacional poco a poco le perdió interés al tema hasta que, unos cinco días después no se hablaba más del asunto ni en los medios escritos ni en la radio. Ni siquiera en las peluquerías, en los que ya había nuevos temas para llenar los vacíos de la cotidianidad.

Al final me alegré mucho por la buena estrella del hombre de la camisa verde, salvado de una desagradable aventura gracias a su impuntualidad. Y  sentí alivio por el señor Tonucci  pues las únicas pruebas que podrían inculparlo fueron devoradas por las hambrientas gallinas de mi familia.

Doblé el periódico para que no se arrugara y me acerqué al almendro para recoger mi bicicleta y regresar a casa.  Allí, en una rama del viejo árbol estaba colgada de nuevo una bolsa con algo en su interior que bien pudieron ser nuevas pruebas para esclarecer el caso del secuestro. Pero decidí no tocarlas. Era mejor que permaneciera ahí por un tiempo más y pasara a hacer parte de una antología singular: la de los misterios y secretos del almendro. 

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Lo bueno que vaya a hacer hoy, hágalo bien, por usted, por su familia y por su país.  ¿Ya leíste Maicao al Día?

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