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Aprendizaje VI

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Mientras ambos que se batían en retirada, junto a un grupo de équites frente a ellos, Tercio observó a su derecha tropas de infantería estaban recién comenzando a luchar. Sin embargo, al mirar hacia el otro lado, notó que un grupo de jinetes africanos venían casi de frente. Estos venían persiguiendo a un grupo de équites romanos, quedando adelantados respecto del grueso de su caballería, por lo que al notar que otro grupo de romanos escapaban detrás de ellos, decidieron dejar su persecución para aniquilarles.

Cneo también se percató de la amenaza, la cual se dirigía a todo galope, velozmente con sus lanzas preparadas. Comprendiendo la situación, les advirtió al grupo.

-¡¡Tenemos que ir al choque, no nos queda otra opción!! ¡¡Si intentamos desviarlos nos alcanzaran por detrás!!

Al principio pareció que nadie escuchó la advertencia de Cneo, hasta que los équites del frente cambiaron su dirección levemente, quedando frente a frente al enemigo. Las fuerzas esteban equilibradas. Quien tuviese el mayor ímpetu en el choque saldría vencedor. Ambas tropas se animaron con gritos y se atravesaron violentamente.

El primero encuentro favoreció a las fuerzas romanas, provocando mayores bajas. No obstante, la ventaja se esfumó al percatarse de que otra banda de jinetes númidas se acercaba rápidamente. Cneo se dispuso a dar el grito de retirada, pero se alguien se le adelantó. Aún así, ya era muy tarde, ya que estos refuerzos venían a toda velocidad, alcanzando a derribar a los más retrasados. Entre ellos estaba Tercio, el cual tirado en el suelo estaba a la merced de esos asesinos del desierto. Cneo no podía hacer nada, pues estaba siendo perseguido a lo lejos. Cuando uno jinete intentó acercarse a Tercio para ejecutarle, dos o tres númidas le detuvieron con unos gritos, y se fueron en persecución de los demás. Tercio se había salvado por un milagro, pero después comprendió que fue por el poco valor de su cabeza. Desde un principio no estaba seguro, pero esto lo confirmaba. El équite que estaba al frente del grupo era uno de los generales, Emilio Paulo, por esta razón perdonaron su vida para ir en busca del cónsul romano.

Tercio perdió su caballo, el cual corrió despavorido cuando había caído. Solo pudo encontrar su lanza y el escudo. Tenía que refugiarse en algún lugar, ya que estaba expuesto a la caballería enemiga. Por suerte, la enorme y profunda formación de la infantería estaba al frente. Por lo que se dirigió corriendo hacía ella. Junto a él había una docena de équites que estaban en la misma situación. Incluso algunos conservaban sus caballos. Al llegar a las filas, pudo sentir un gran alivio. Intentó mirar al frente, pero la enorme multitud, junto al molesto polvo y el sol de frente, le impidieron observar lo que estaba ocurriendo. Un optio se percató de que muchos hombres miraban a los équites en las filas, muchos de ellos heridos, probablemente nerviosos al ver que la caballería fue derrotada, por lo que se le acercó a Tercio para preguntarle por la situación. Tercio se sorprendió que la vida del general fuese su mayor preocupación.

Después de ser hostigados por los honderos baleares, las fuerzas de Aníbal se preparaban para la lucha. Tercio solo logró captar una ola de lanzas que se elevaban en dirección al enemigo. Miles de pilum fueron lanzados y gladius desenvainadas. La guerra comienza de nuevo. Los cartagineses peleaban con valentía, pero no podían contener la fuerza y el empuje de ocho legiones. Era imparable. La superioridad numérica de los romanos estaba haciendo la diferencia en el frente. ¡Adelante! ¡adelante! vociferaban centuriones y optiones con tanta determinación que hacían vibrar a la tierra completa.

El estruendo de cada paso, de cada legionario, era un paso hacia la victoria. Los gritos de batalla, el sudor y la guía de los estandartes alzados hacia el cielo, inflaban los espíritus romanos hacia un éxtasis incontenible de guerra y destrucción, los hijos de Marte. Tercio sintió esa energía y lo elevó. Pasó de la impotencia y de lágrimas romanas, a sentir poder y el fervor de la sangre para conquistar el mundo. Roma eterna, pensaba Tercio.

Esas palabras cobraban sentido con cada cartaginés cercenado, desmoronándose ante una Roma que se imponía ante el tiempo y el espacio, como una profecía propia de los dioses del nuevo mundo. La línea cartaginesa se tambaleaba ante la fuerza del destino del universo, retrocediendo cada vez más hacia su violenta destrucción. Era tanto el empuje que la línea enemiga se retrajo en su centro, formando una medialuna. Todo indicaba que los romanos atravesarían las filas enemigas, logrando así dispersarles y alcanzar la ansiada victoria. En ese momento, el mundo se puso de cabeza, de vuelta para los romanos. Sin detectar la más mínima señal, las fuerzas romanas, su enorme masa de hierro y voluntad, se encontró flanqueada por las fuerzas de Aníbal, los lanceros libios, dispuestos a destruir todo a su paso. Tercio no podía entender en qué momento se descuidaron, ignorando el repliegue de la caballería aliada del ala izquierda, el avance de los lanceros y lo peor de todo, la curvatura de de las filas cartaginesas del frente, la que comenzaba a atorar a los romanos. ¿Era todo esto un plan de Aníbal?

Los romanos comenzaban a inquietarse al ver sus flancos expuestos, perdiendo así su confianza y vigor, mientras que el enemigo se imponía. La realidad de la batalla comenzaba a transformase en una gran mentira. No cabe duda, Aníbal lo planeó todo. Ese miserable bastardo, a través de este movimiento táctico sorpresivo gesticulaba su magnánimo engaño: estúpidos romanos, cayeron en mi trampa. ¿Cómo se atreve Aníbal a desviar el curso de la historia? ¿Cómo se atreve a reescribir en la tierra el destino divino del pueblo romano sentenciado en el cielo?

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