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Aprendizaje VII

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¡A los flancos! se escuchaba por doquier. Una respuesta que indicaba que el espíritu romano seguía vivo. Aníbal había ejecutado su plan, pero este no era el fin. La superioridad numérica seguía estando del lado romano, solo había que reorganizar a las tropas y devolverle el golpe al enemigo. Sin embargo, el pánico se esparcía. A pesar de las órdenes de los veteranos y de su inquebrantable voluntad, las tropas no les seguían. Estaban atemorizadas, desmoralizadas. De pronto, el polvo y el viento volvió a perturbar los rostros romanos. La sed y el cansancio se hicieron sentir en sus cuerpos. Tercio no era la excepción. Se percató que muchos hombres le veían e incluso le seguían los pasos. Al verles sus rostros, notó que eran igual de jóvenes e inexpertos que él. En ese momento, recordó esos rostros “nerviosos” en el campamento, después de haber recibido las instrucciones. Era como un reflejo en el agua. En ellos su propia vulnerabilidad. En realidad, este ejército romano estaba repleto de esos reflejos y no lo había notado. ¿Pero por qué le seguían? Al buscar una respuesta se topó con la mirada fija de un triario, un veterano que con la dureza de sus ojos mostraba la experiencia de miles de batallas. Este se le acercó y le dijo duramente.

-Te siguen porque eres un noble. Reconocen en tu casco y en tu armadura un descendiente de los valientes fundadores de Roma.

Después de estas palabras se dirigió a los hombres con una voz ronca y dañada, pero demostrando vida en su corazón inquebrantable.

-¡¡Háganse dignos romanos, dignos de los hijos de Marte!!

Y frente a Tercio, desenvainando su espada y poniéndola en su pecho acorazado le dijo

-Hazte digno tú también.

La arenga del valiente veterano hizo que la voluntad de combatir resurgiese. Pero las circunstancias seguían siendo desfavorables. La presión de las fuerzas de Aníbal, hacía que los romanos perdieron espacio, quedando atrapados entre la multitud, lo que dificultaba reordenar a las tropas. Muchos de ellos no sabían lo que pasaba, ni siquiera podían blandir su espada correctamente, inmovilizados entre la muchedumbre. Por esta razón, los legionarios que luchaban, no podían retroceder para descansar, pues no había espacio, por lo que quedaban a merced del enemigo. Tercio estaba entre las filas del fondo, aguantando a los lanceros libios en el flanco derecho. Gracias a las arengas del veterano de guerra pudieron aguantar, pero solo temporalmente. Después de matar a dos lanceros, colándose entre la pared de espinos que formaban, Tercio fue herido en el brazo derecho por una lanza arrojadiza. Fue tomado por la coraza por detrás, para que entrasen a romanos frescos. Por un momento parecía que la batalla se equilibraba, a pesar de que no se podía aprovechar la superioridad numérica romana. Tercio se negaba a aceptar la derrota, a pesar de todo. No obstante, un nuevo golpe de Aníbal demostraba lo contrario. Desde que se ejecutó “la tenaza”, la suerte de la batalla estaba decidida.

Mientras Tercio intentaba tapar su herida para frenar la hemorragia, escuchó algo que le hizo temer lo peor. Eran relinchos desde lo lejos. Al principio se negaba a creerlo, pues entre todo el alboroto, los gritos y el sonido del metal, probablemente se había confundido. Pero luego los relinchos y el galope de miles de caballos fueron perceptibles para todos. Por un momento, el mundo se detuvo para los romanos, quienes volteando su mirada hacia la retaguardia vieron a la caballería enemiga acercándose. Estaban rodeados. No había salida. No solo había sido sorprendido por los flancos, sino por la retaguardia, ante unos enemigos cada vez más feroces. Los jinetes parecían dioses de la muerte, levantando sus lanzas y vociferando barbáricamente, como si exigieran las cabezas de los romanos por su soberbia. El pánico fue total. La batalla se había vuelto una masacre, una carnicería. Muchos lloraban e imploraban piedad, pero ya era tarde, el enemigo solo se contentaría con una aniquilación total. Tercio estaba atónito. Su cuerpo ya no respondía, pues no solo había perdido todo deseo de combatir, sino también de vivir. Pudo contemplar cómo algunos romanos se clavaban sus espadas en el corazón, para evitar el sufrimiento y la tortura. Mientras la caballería arrasaba la retaguardia, los romanos no podían hacer nada. Aníbal, como un dios de la guerra finalizaba su sentencia de muerte; Estúpidos romanos, cayeron en mi trampa. Ahora mueran. Tercio se rindió ante este terrible poder y su luz se desvaneció.

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