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Horacio Campo Granados, el caballero de la sonrisa perenne

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Por lo menos una vez al año mi padre cruzaba la ancha y arenosa calle de su taller de herrería para dirigirse a una casa de la acera del frente en donde funcionaban las oficinas del departamento Administrativo de Seguridad, DAS. Una vez allí caminaba hacia un pequeño aposento en donde funcionaba la Dirección de Extranjería y entregaba su pasaporte y su cédula de extranjero. Después de contestar  unas cuantas preguntas de rutina, y de llenar algunos formularios, un empleado moreno, alto y sonriente, firmaba y sellaba los papeles y se los devolvía con una amable frase: “Puede permanecer en el país todo el tiempo que quiera”.   Después le daba  un abrazo de amigo y se despedían hasta el próximo encuentro. ¡Cuánto me hubiera gustado presenciar aquel fraternal abrazo!

  Aquel empleado no era otro que Horacio Rafael Campo Granados, un samario de nacimiento que se enamoró de La Guajira y se quedó a vivir para siempre en Maicao, en donde se constituyó en un hombre ejemplar, funcionario honesto, padre de familia cumplidor de su deber y amigo de sus amigos.    

En Santa Marta laboró en la oficina de catastro municipal y después ingresó al DAS en donde un día de 1.960 le notificaron su traslado a Maicao, ciudad de la frontera en donde se dedicaría a supervisar la entrada y salida de extranjeros.    Empacó sus cosas y, junto con su familia hizo el tortuoso viaje que por ese entonces duraba más de diez horas.   Una vez en su nueva sede pudo conocer una ciudad en plena ebullición visitada constantemente por sirios, libaneses, turcos, egipcios, españoles, panameños, italianos…Una ciudad en donde las voces de los vendedores se mezclaban con la fuerte brisa que mecía los árboles de trupillo y el balido de los rebaños que pastaban en cercanías de la plaza principal.   

Desde bien temprano cumplía con las labores de su empleo y no veía la hora de regresar a casa para darle calor al hogar en donde lo esperaba su esposa Magola Ester Salas Salamanca y sus pequeñas hijas  Luisa, Rosario Xiomara y Rocío.   Conformaba una familia feliz, llena de lindas mujeres a la que un poco después llegarían nuevos miembros: Horacio, Martha, Marlene, Glenda y Lorena.

En algunas ocasiones sus jefes del DAS le encargaban la dirección local y entonces debía hacer un recorrido por los sitios que más demandaban la presencia del organismo: la frontera de Paraguachón, los terminales de transporte terrestre y el aeropuerto San José desde donde veía llegar y salir los doce vuelos diarios de esa agitada época.

Su proyecto de vida siguió adelante y del Das pasó a desempeñar varios cargos en la administración municipal en donde se destacó como  Inspector de Precios, pesas y medidas, inspector de policía y secretario de gobierno.  En todos los cargos cumplía con lujos de detalles. Su lema de vida era cumplir con seriedad y nunca quiso fallarle a la comunidad que  confiaba en su talento pero sobre todo en su honradez. Y capacidad para resolver los más graves problemas y convertirlos en sencillos asuntos propios de la cotidianidad.  No había un problema que no resolviera por grave que éste fuera ni una situación que pudiera borrarle la sonrisa de su rostro.

Los mejores días de su vida, eso es indudable, los pasó en la tierra del sol brillante y la tierra candente, en Maicao, esta “Sinfonía mestiza de iguaraya y luna, atalaya firme de patria Colombiana”, como la define Ramiro Choles en el himno de la patria chica.     Había nacido en Santa Marta, un 28 de diciembre de 1.928 en el hogar formado por Víctor Modesto Campo, de ascendencia antillana y Luisa Granados. Realizó sus estudios en el Liceo Celedón,  en donde compartió sus días de jovencito inquieto con uno de los más ilustres estudiantes de ese claustro: Rafael Escalona.

Un día decidió  separarse de los atafagos de sus labores como empleado público y pasó a hacer uso de buen retiro al lado de su familia. Tuvo más tiempo para pasear por las calles de su amado Maicao, para revisar una y otra vez su valiosa colección de históricos recortes de prensa y hermosas fotos del “Maicao Viejo”, como él mismo le llamaba.  Tuvo también más tiempo para los amigos, entre quienes tuve el privilegio de contarme, y para las deliciosas tertulias de cualquier esquina del centro.

Por estos días se le dio por irse para la eternidad y ya me lo imagino en su llegada a ese lugar que algún día habremos de visitar también. Ya veo a mi padre extendiéndole la mano y dándole una muy cordial bienvenida y con una frase más o menos como ésta:   “Podemos  permanecer en este lugar  todo el tiempo que queramos”.  Cuánto me gustaría verlos cuando se produzca ese fraternal abrazo.

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Lo bueno que vaya a hacer hoy, hágalo bien, por usted, por su familia y por su país.  ¿Ya leíste Maicao al Día?

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