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El Contrato

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La joven tras el mostrador gris le inquirió con una sonrisa aprendida en los cursos formativos para empleados - su nombre- dijo señalando el impreso a cumplimentar- Se le ha olvidado el nombre- repitió al tiempo que el hombre de la gabardina marrón se identificaba en el impreso, Jaime Laz García escribió mientras esperaba que la recepcionista le confirmara el acceso a las salas del personal autorizado.

El edificio, de cristal oscuro, albergaba a una de las más importantes filiales de una multinacional informática. Poderoso, levantado en una pequeña plaza donde Jaime Laz acostumbraba a sentarse con un café, brillaba por el efecto del sol sobre los restos de la lluvia que había humedecido durante esa mañana la calzada.

El hombre con su habitual gabardina de inviernos permanentemente lluviosos se dirigió a los ascensores, también de cristal. Tercera planta. Contratos.- pensó mientras pulsaba el botón tres. Conocía bien los pasos a seguir para rescindir su contrato porque fue perfectamente instruido para tal supuesto cuando lo firmó por lo que se encaminó decidido hacia una de las salas donde sabía aguardaría, totalmente aislado y sólo, a que alguien le avisara; observándose, en el trámite de la espera, en una cámara de seguridad instalada en aquella estancia decorada con el mismo criterio predominante en todo el edificio, paneles negros, moqueta gris y sobre ella un único sillón, rojo.

Pensó en la primera vez que pisó el edificio, el minimalismo impregnaba la moda y se había impuesto sobre cualesquiera inclinaciones decorativas que denotaran cierta personalidad en el espacio aunque no tardó mucho en saber que la estética no era casual sino intencionada, confluía con el carácter de la empresa, ningún detalle que permitiera recabar características adicionales de los empleados. Esa reducción de los elementos implicaba la imposibilidad de encontrar un papel, un mínimo descuido, un olvido de alguien, un dietario, un bolígrafo, algo. Nada.

Recordó las pruebas realizadas para ingresar en la compañía aún sin saber la actividad a la que se dedicaría y que, curiosamente, sí permitían fumar, lo que, causándole extrañeza con la política dominante de represión al consumo de tabaco, le produjo cierta complacencia cuando supo que había logrado el empleo superados los cincuenta años de edad. Aquel primer día se vistió con su mejor traje al suponer que se entrevistaría con algún superior; no podía imaginar que tal creencia era más que improbable en la empresa a la que dedicaría sus servicios, la realidad fue que un hombre le estaba esperando para instruirle sobre la actividad que desempeñaría y sobre los aspectos laborales de su contrato cuyo contenido podía resumirse en lo siguiente: le pagarían una cantidad antes de empezar el mes y otra al finalizar, recibiría el dinero en metálico, no formaría parte de la plantilla pero la empresa le facilitaría la razón de una compañía de seguros que cubriría sobradamente cualquier enfermedad y una cantidad destinada a su retiro. La compañía de seguros se obligaba a entregar a la empresa mensualmente un documento acreditativo de que él había satisfecho su cuota correspondiente. Comprendió después de escuchar atentamente cuanto le dijo aquel hombre que haría un trabajo sin dejar huellas.

A Jaime Laz no se le escapó la extraña naturaleza de su contrato pero, como casi todos, él también tenía un precio. Al fin y al cabo sólo tenía que conversar. El mundo era competitivo, los periódicos debían ganar lectores, la televisión y la radio audiencia. Esto era algo parecido. Y le brindaban una oportunidad que hacía años no tenía, al fin podría pagar las pensiones de sus hijos y olvidar que una incesante búsqueda de empleo había menospreciado su cualificado doctorado en filosofía y sus probadas habilidades como traductor.

Solo tenía que conversar, recordó.

Cuando en su primera jornada una señorita le guió hasta su lugar de trabajo, no se sorprendió al observar el espacio casi vacío solo interrumpido por un cómodo sillón rojo sujeto de tal forma al suelo que era imposible moverlo. Tal como le habían advertido se sentó a esperar nuevas instrucciones que llegaron personalizadas cuando de los paneles negros se fue deslizando un tablón rojo y sobre él la pantalla de un ordenador, un cenicero, un posavasos y una especie de caja refrigerada con refrescos, comida y aperitivos envasados como los que sirven en los aviones. Las instrucciones escritas en la pantalla le daban las pautas de comportamiento para saber atraer y mantener al cliente. Todo había sido estudiado a la perfección, la altura del tablón, la comodidad necesaria para propiciar la conversación, la forma de no dejar rastro.

Durante un año y medio, como todas las tardes, el tablón rojo desaparecía una vez apagado el ordenador, deslizándose y empotrándose en los paneles con todos los residuos de comida, con la ceniza que dejaba de desprender olor por unos extractores de humo que se ponían en funcionamiento cada hora. Los mecanismos preparados y activados por la empresa se tragaban cualquier resto que delatara la presencia humana en aquella sala, nada podía hacerse fuera del ordenador. Un control de entrada al iniciarse la jornada laboral revisaba que no hubiera papel o bolígrafos en ninguna parte, ni en su traje ni en las salas de esa zona. Ni una nota manuscrita, ni un teléfono. Nada. Sólo el sillón rojo, el tablón rojo con los elementos necesarios para su trabajo y una cámara de seguridad en la sala. Y su imaginación para atraer a la conversación. Sí. Había pasado un año y medio y ahora él estaba esperando la rescisión de su contrato, sentado en uno de esos sillones, sabiéndose observado, estirando las piernas y jugueteando con sus dedos mientras pensaba en todos esos hola que habían emergido de la pantalla del ordenador y a los que siguieron frases anodinas, cortes impetuosos, excusas corteses y también algunas conversaciones interesadas e interesantes. Esos primeros días fueron sorprendentes para Jaime Laz quien no tardó demasiado en convertirse en uno de los valores humanos más cotizados de la empresa; su capacidad para la conversación, su imaginación y su adaptabilidad hacían de él uno de los tertulianos más solicitado.

Se preguntaba cómo había llegado a aceptar ese tipo de trabajo, cómo se había prestado a algo que ahora, a todas luces, calificaba de vergonzoso. Buscaba un motivo para justificarse, la edad, se dijo, la maldita edad. Era un hombre culto, bien preparado, con conocimientos suficientes para encontrar otro trabajo, hablaba y escribía cinco idiomas y sin embargo su edad fue el factor que le eliminaba de cualquier posibilidad laboral. Ese fue el motivo, se dijo sabiéndose ahora en la misma situación.

Hubiera deseado publicar cuanto acontecía en aquella empresa, evitar ese abuso de poder pero todo estaba perfectamente controlado. No podía demostrar nada. El objeto social de la compañía consistía únicamente en diseñar programas además de que la misma era la propietaria de un famoso portal informático al que accedían millones de usuarios.

Algunas veces se cruzaba con otras personas en el ascensor pero trabajan miles de empleados en el edificio y solo una treintena, según le dijo el único hombre con quien logró hablar personalmente el primer día, realizaba su misma actividad. Treinta desconocidos en la filial de Bruselas, de distintas nacionalidades y sin identidad demostrable. Jaime Laz tenía cincuenta y tres años, una pequeña casa, pensiones que pagar, abandonaba por voluntad propia su trabajo y su última experiencia laboral no podía escribirse en ningún curriculum. Y Jaime Laz se había enamorado de Celia. ¿Qué pensaría de él Celia?

Un hombre de unos treinta y cinco años abrió la puerta. Una voz gruesa y seria se dirigió a él interrumpiéndole en sus pensamientos - Señor Laz, este es su finiquito- le dijo el hombre con aspecto uniformado de ejecutivo, - no debo recordarle que cualquier acción por su parte contra la empresa tendría consecuencias- y acercándole un sobre prosiguió- contiene suficiente dinero para obtener su discreción y, como naturalmente sabrá, ha colaborado con nosotros en calidad de traductor y de profesional por lo que bastará con que firme este documento en prueba de que ha recibido nuestra decisión de prescindir de sus servicios de intérprete.-

¿De verdad? - preguntó Jaime Laz sonriendo irónicamente al joven experto en imponer tono autoritario a su voz, - dígame- dijo- ¿de verdad tiene un bolígrafo y un papel para poder firmar algo?

Puede firmar aquí mismo- contestó el hombre con displicencia acercándole una agenda negra para sostener el peso de la firma. Jaime Laz firmó y se dirigió a la puerta en busca de su libertad pero la voz gruesa se suavizó una vez obtenida la firma - ¿Por qué, Laz? preguntó,- Usted era uno de los mejores, de los más cualificados- prosiguió con la seguridad de encontrar una respuesta - Vamos, Laz, ha logrado que el portal sea visitado por un segmento de mercado interesante para la empresa, personas preparadas, educadas, su salón era uno de los más frecuentados y la conversación general mantenía un nivel realmente satisfactorio para los visitantes, recibimos felicitaciones por la tipología de los contertulios. Era un buen trabajo, ¿por qué, Laz, por qué?- se preguntó a modo de conclusión .

Amigo... no es que sea ilegal- murmuró Laz abriendo la puerta para abandonar los controles y el edificio de cristal, para coger un taxi en una calle anodina de Bruselas que le alejara de allí y le acercara al aeropuerto donde un avión le llevaría a Barcelona y a Celia.

Jaime Laz había pasado día tras día, durante dieciocho meses, hablando con desconocidos y en unas horas se enfrentaría a la peor conversación de su vida, contactó con Celia por email para citarse en un café del Paseo de Gracia, fue lo último que hizo en un ordenador, leer el mensaje de ella, sencillo y simple, solo un te espero para confirmar el encuentro, su mente empezó a abarrotarse de líneas escritas en una pantalla blanca y luminosa similar a los cielos que atravesaba el avión y un profundo sueño parecido al cansancio se adueñó de él hasta oír el mensaje de una azafata informando de la llegada a su destino.

El destino- pensó mientras el taxi le llevaba hacia Celia- puede que el destino sea ella.

Jaime Laz había abandonado Bruselas, un trabajo bien remunerado pero de dudosa reputación profesional, por no decir nula reputación, pero ese año y medio fue el período de tiempo necesario para que sus hijos encontraran un trabajo y ahora era libre, podría hacer cualquier cosa si Celia le aceptaba, si, como él intuía, ella le amaba. Y Celia, como le había escrito, le estaba esperando, sus ojos se encontraron reconociéndose aún sin conocerse, y él logró sonreírla anhelando que comprendiera, que pudiera entenderle, que le perdonara. Jaime Laz, todavía con su gabardina marrón, la besó suavemente en las mejillas, acariciando sus hombros y pronunciando su nombre con la mayor humanidad que él pudo encontrar, con su voz, luego uno frente al otro empezó a explicarse, - querida Celia, al fin- susurró conmovido frente al gesto tímido y oculto que ella le dirigió- tengo que explicarte algo, espero que comprendas- empezó a decir sin esperar la interrupción de ella pero Celia tomó su mano pidiéndole con un gesto que esperara y Jaime Laz escuchó aturdido una confesión.

Debo explicarte- dijo Celia con la mirada sobre el café- no sabía que pudiera conducirme a ti de esta manera la sucesión de conversaciones en un ordenador. Debo explicarte, dijo ella y aquella confesión era la misma que él iba a rendir.

Jaime Laz la dejó terminar, la perdonó, le preguntó si mantenía su trabajo como “chat-woman” y el término empleado fue su propia confesión porque ella supo que el hombre al que amaba era otro contratado. Celia se sobrepuso e intentó convencerle de que sus contratos no tenían por qué obstaculizar su relación, que verdaderamente ella le quería pero Jaime Laz se apresuró a sellar sus labios con su mano, deseándole felicidad y abandonando aquél café donde había conocido a una de sus clientes que a su vez había sido contratada para la misma actividad que él. Recordó que no conocían la identidad de otros empleados, había creído que no era una práctica habitual utilizar nicks contratados para propiciar la conversación, y delante de él aparecieron cientos de nicks que se enganchaban en un chat mediante un cebo, él, sin respeto a la privacidad, si alguien quería amar, era amado, si llorar, consolado, discutir, rebatido y las conversaciones que el otro lado creía sinceras sólo eran parte de un contrato para ganar contertulios como quien gana audiencia, sólo que oculto por la ilegalidad de los contratos, pero ¿y Celia? ¿Cómo pudieron coincidir dos contratados en un chat?.

Tendrían que haberlo percibido, había claves para ello pero les pudo el engaño de creerse los únicos que mentían, siendo víctimas y verdugos a la vez, estando tan solos y deseosos de conversación como quienes esperaban al otro lado de una pantalla.

Autor: Victor Iglesias Gois

ABIMIS@terra.es

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