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En cuidados intensivos

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Eran las tres de la tarde en un caluroso día de esos en que creemos que nos derretimos y estábamos en el sitio en donde uno no debe estar cuado la temperatura amenaza con reventar el termómetro: la sala de urgencias del hospital público. Las angustias de 28 pacientes ( ya no los llaman pacientes pero si no tienen paciencia se mueren de desesperación) hacía que los 39 grados de temperatura nos parecieran el doble y los gritos de los enfermos críticos contagiaban a los demás, de manera que todos nos sentíamos al borde de la desesperación: un señor, con la mano puesta en su abdomen gritaba desconsolado; un niño con los ojitos hundidos ya no tenía lágrimas ni la fuerza con que lloraba cuando llegó en brazos de su mamá una hora antes; una anciana solo decía un ¡ay! Tan lastimero que todo el dolor del mundo y de todos los tiempos parecía concentrarse en su expresión acongojada. Una anciana lanzaba alaridos que podían escucharse muy lejos. Su hija, una joven de catorce años que apenas podía caminar por el e peso de su enorme vientre en donde crecía plácidamente al menos una criatura, rogaba para que la atendieran pronto. Un joven con el tabique fracturado y un brazo partido en dos, víctima de un accidente de motocicleta, hacía inútiles esfuerzos para que la novia no lo viera llorar. Los médicos y enfermeras se tardaban en brindar atención porque, según nos informó alguien vestido de blanco, mientras caminaba a toda prisa, estaban atendiendo enfermos aún más graves. Cuando lo escuché tuve un ataque de decepción y me senté en el físico suelo, cerré los ojos y le pedí a Dios dos cosas: que nos atendieran pronto y que tuviera misericordia de quienes ya estaban siendo atendidos porque si estaban más graves que mis compañeros de sala, su situación era verdaderamente lamentable. De pronto ocurrió algo inesperado: una señora, pálida, blanca como un papel, medio abandonada por la vida y las fuerzas, entró como pudo a la estancia y cayó al suelo, casi fulminada por la muerte. La gente se aglomeró a su alrededor, todos olvidaron sus propios padecimientos y se ocuparon de hacer o decir algo: unos llamaban a los médicos, otros trataban de ventilarla con cartones y trapos, otros más pedían a los demás que se retiraran. De repente aparecieron un médico y dos enfermeras acompañados por el camillero y su camilla. Le tomaron el pulso y se fueron con ella a toda prisa. Antes de que el vigilante cerrara la puerta para impedirles el paso a los pacientes que aún no se iban a morir, vimos que le aplicaban oxígeno y la introducían en un cubículo destinado, eso supusimos todos, a los enfermos muy muy graves. Afuera quedamos lo demás Uno de tantos le comentaba a su vecina de puesto algo así como: “Es señora sí es verdad que está enferma”. El hombre del accidente en moto estampa un tierno beso en la mejilla de su amada. El niño de los ojitos hundidos estaba más tranquilo y su rostro tenía mejor aspecto; alguien salió a la calle a llenar sus pulmones de aire puro. A la distancia se escucha, cada vez más cerca el ulular de una sirena. Parece una ambulancia o un carro de la policía, le dije a mi vecino de puestoO un carro de la funeraria me dijo éste, sin levantar la vista el suelo.¿De la funeraria? Repetí yo, con el recuerdo fresco de la señora pálida y sin fuerzas que se habían llevado los médicos unos minutos antes. Seguí escuchando la sirena. Su sonido era monótono, ni más fuerte de mas suave, como si se hubiera detenido en algún lugar de la concurrida calle. De pronto desperté y vi, sobre la mesa de noche de mi alcoba, el teléfono celular iluminado con su azul encendido y su alarma de las cinco de la mañana diciéndome que había terminado el sueño y la pesadilla. Abandoné el lecho y le pedí a Dios que no me deje enfermar; y que si me enfermo no tenga que ir a un hospital; y que si voy al hospital no me dejen esperando. Por si acaso, también hice una oración por los 28 pacientes que me acompañaron esa tarde calurosa. Y por la señora de rostro pálido y sin fuerzas cuya suerte, al fin no pude conocer.

Por: Alejandro Rutto Martínez

Alejandro Rutto Martínez es un prestigioso escritor y periodista ítalo-colombiano quien además ejerce la docencia en varias universidades. Es autor de cuatro libros sobre ética y liderazgo y figura en tres antologías de autores colombianos. Contáctelo al cel. 300 8055526 o al correo alejandrorutto@gmail.com. Lea sus escritos en MAICAO AL DÍA, página en la cual usted encontrará escritos, crónicas y piezas hermosas de la literatura colombiana.

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