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Lapso

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Lapso

Corrió, pero el tiempo se agotaba, había llegado la hora de que terminara la suya y comenzara otra vida, la permitida, la legal. Sabía que en alguna parte estaban los “vendedores de años” dispuestos a hacer negocio, pero no quería arriesgarse, había visto como era castigada la familia del transgresor, y no permitiría que destruyeran su descendencia.  Aún era joven y se sentía con suficientes energías, no estaba enfermo, su mapa genético estaba perfectamente diseñado por los científicos del Estado Único Mundial, como el de todos los seres humanos que nacían desde hacía varios siglos. Su cuerpo era capaz de soportar condiciones atmosféricas extremas y viajar a velocidades antes inimaginables, pero todo eso no era suficiente para llegar a tiempo.

Todo en su vida fue un programa preestablecido, sus decisiones personales no habían sido tenidas en cuenta en el momento de definir sus aportes al entorno. Se necesitó un ingeniero más para trabajar en la gran fábrica productora de alimento comprimido, que brinda la cantidad exacta de nutrientes para cada etapa de la vida, sin originar desechos indeseables, solo abono para seguir produciendo. Intentaron anular su sensibilidad pero sólo habían logrado disminuirla, todo era tan perfecto, que parecía sin vida.

Su piel blanca, como la de todos, se humedecía y el viento la refrescaba mientras seguía corriendo, solo le quedaban algunas horas y tenía miedo de no poder hacerlo. Sus cabellos rubios perfectamente cortados, se movían al compás de su andar, todo su ser se confundía entre la igualdad que había generado el avance científico en bien de la preservación de la raza humana. Ya no existían problemas de discriminación por color, forma, ingresos, cultura o conocimientos, todas esas luchas sociales formaban parte del pasado, solo había que conectarse a los “suministradores” de información, para nivelarse con los saberes necesarios. No existía la ignorancia ni el engaño por los cuales, durante millones de años, una parte de la humanidad estuvo sometida por la otra parte. Los ejércitos, las armas, las cárceles, los jueces, los abogados, eran historias acumuladas en los equipos distribuidores de acontecimientos pasados, que las personas miraban, como el cine en la antigüedad.

Al fin llegó al transporte que lo conduciría al otro lado del continente en menos de una hora, no podía creer lo que estaba ocurriendo, un decreto ordenaba reducir cinco años el tiempo estipulado y había llegado el momento de despedirse.

Entró a su hábitat, anteriormente llamado hogar, desconectó las cámaras que controlaban sus vidas, corrió al cuarto de su hija, la estrechó en sus brazos, le hizo prometer que no lloraría y le leyó el último cuento de su vida. Sólo le quedaban veinte minutos de existencia programada para comenzar y terminar en el instante establecido, el planeta estaba sobrepoblado y las estadísticas indicaban que ese era el número preciso, ni uno más que pudiera desequilibrar el abastecimiento adecuado de cada habitante, ni uno menos que desequilibrara la producción mundial. Cada nacimiento estaba calculado para reemplazar una vida que debía terminar.  Debido a la corrupción, que había sido disminuida a valores mínimos, pero que aún no había podido ser desterrada totalmente, la cantidad de personas en el planeta, había superado el límite posible y se debían hacer ajustes. Por cada nacimiento, debían dejar de existir dos personas que cumplieran ese día los treinta y cinco años de edad, y entre ellos estaba él, que disfrutaba leyendo cuentos a su hija antes de dormir, placer humano prohibido siglos atrás, transmitido de generación en generación como un rito oculto.

Después de muchas guerras inspiradas en el ansia de acaparar los diferentes medios de producción de energía, que se iban creando a medida que se agotaban los anteriores, los pocos habitantes que quedaron en la Tierra, contaban con la capacidad científica y tecnológica para desarrollarse armónica pero controladamente. Para evitar conflictos, se fue generando una raza humana genéticamente casi perfecta,  sin diferencias aparentes. Todos tenían el mismo color de piel y de ojos, todos llegaban a medir la misma estatura y recibían una alimentación y rutina de ejercicios adecuada para conservar un cuerpo sano, preparado para la actividad mental más que física. Los cerebros evolucionaron, los niños de 10 años ya tenían las competencias que antes se conseguían a los 25 años, y si se era muy aplicado. Los métodos de educación se habían tecnificado tanto, que ya no significaba un esfuerzo para nadie. Todo se reducía a conectores neuronales que inyectaban saberes sin la necesidad de leer, interpretar y asimilar. Los docentes formaban parte de una clase extinguida por la ineficiencia y el desuso. Todas las necesidades se habían reducido al máximo y los deseos formaban parte del pasado, en el que hubo libertades, desórdenes y violencia. Ahora se respiraba paz, una paz frígida, insulsa, desabrida, pero anhelada por la humanidad desde sus orígenes. Sólo existía en la memoria de algunas personas, aquellos recuerdos de una existencia llena de errores, incertidumbre y aventura, que habían vivido sus antepasados lejanos, y que solo se podía conocer a través de los libros de cuento proscritos, que él guardaba celosamente, y leía a escondidas a su hija.

El lapso de tiempo en que le tocó vivir se le agotaba, y aunque no aceptaba las leyes de esa vida extraña y limitada, disfrutó con su hija los últimos minutos que le quedaban, antes de que vinieran a recogerlo como a un envase desechable, cuyo contenido se había agotado. En ese instante escuchó la puerta que se abría y alguien pronunciaba su nombre con insistencia, llegó la hora pensó, y su corazón comenzó a latir desaforadamente, lo tomaron del brazo y en ese momento vio el rostro de su hija de cinco años que junto a su esposa le deseaban feliz cumpleaños. Se sintió aliviado al volver a su imperfecta realidad.

 

 

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Silvia Atrio

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