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“El sueño de la razón produce… ¿arte?”

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“El sueño de la razón produce… ¿arte?”

“El sueño de la razón produce… ¿arte?”

“Vivimos en un mundo loco que algunos locos debieron fabricar, tal vez con el fin de volvernos locos a los demás. ¿Estaría loco Dios cuando creó al ser humano?”[1]

El tema de la enfermedad mental o locura ha sido un tópico recurrente en la historia de la cultura universal. En la Antigüedad el “loco” fue considerado como una persona especial, diferente e iluminada. Platón en “Fedro o de la belleza” habla de este fenómeno psicológico y lo nombra la “cuarta locura”, producida por “un trastorno divino de las reglas acostumbradas” en su búsqueda  incansable de la belleza como fuente gestora de la creación.

Ya en la Edad Media la concepción fue diferente. Este ser disociado fue visto como poseído por el Demonio, sujeto a quien había que exorcizar de la presencia maligna y satánica a través de medios no muy ortodoxos que implicaban el castigo corporal y psíquico donde se liberaba  la esencia seráfica de este ente medieval.

En los siglos siguientes la concepción sobre la locura se modificó gradualmente hasta llegar al siglo XVIII,  el “siglo de las luces”. En esta centuria de racionalismo exacerbado, donde la emancipación del hombre estaría signada por los avances de la ciencia y de la técnica,  la imagen del “loco” es un anatema moralizante equiparable con la figura del asno, como símbolo de la holgazanería, superstición e ignorancia que reinaba en los necios negados a ser bendecidos por el dios Razón.

Este discurso racionalista de la Ilustración conlleva y desemboca en el clima favorable a los ideales revolucionarios que  conducen irremisiblemente al Terror de fines del XVIII e inicios del XIX y que germinan en el espíritu romántico, donde el arte se erige como modelo alternativo de emancipación  y de liberación del hombre, que se contrapone al de la ciencia del siglo anterior. Entonces el Arte es estudiado como forma superior de realización humana y es extensamente abordado por filósofos como Hegel, Nietzche, Schopenhauer y Schelling. Pero es a partir del texto Crítica del Juicio de Emmanuel Kant, que se empieza a desarrollar la idea de la visión del artista como un ser superdotado, que ofrece a la humanidad un cúmulo de experiencias inasequibles por la vía de la razón.

La obra de Kant provoca el surgimiento y exploración de múltiples vías de conocimiento alternativas: el análisis del sueño, el magnetismo, la hipnosis, el mesmerismo, las drogas, el alcohol, el erotismo, que potenciarán la bifurcación de este fenómeno en dos campos de estudio bien definidos: la filosofía esotérica, que conlleva a la formulación de la teosofía y el Psicoanálisis. El surgimiento de este último propicia una modificación de la idea de la locura porque el artista, como ser especialmente dotado canalizar y objetivar toda una serie de experiencias sensoriales, tiene también algo de loco, de alucinado. Estas teorizaciones conllevan que ya a fines del siglo XIX la idea del artista bohemio, estrafalario, extravagante o simplemente loco, es de fácil aceptación, en especial en el París de fin de siglo, ese mundo desenfrenadamente erótico donde se movió Toulouse-Lautrec y también ese genio de la pintura llamado Van Gogh.

Las técnicas psicoanalíticas y gran parte de la teoría del Psicoanálisis fueron formuladas y desarrolladas por el neurólogo austríaco Sigmund Freud, quien descubrió la existencia de procesos psíquicos  inconscientes que se ordenan según leyes propias y que son diferentes a las que imperan en la experiencia consciente del hombre, o sea, que las leyes de la lógica, -lo racional-, definitorios en el pensamiento consciente, son por completo nulas en el vasto dominio del inconsciente.

El estudio del funcionamiento de los procesos mentales inconscientes hizo posible comprender fenómenos psíquicos antes incomprensibles y entre los cuales el mundo de los sueños ocupa un lugar primordial por ser éstos una manifestación de todo aquello que el individuo considera inaceptable y por tanto reprime y que Freud denomina “contenido latente”, que se metamorfosea en una experiencia consciente, -el “contenido manifiesto”-, no comprensible literalmente, y que a veces es por completo absurda, lo que le permite al analista la interpretación de los sueños a partir de la inversión del proceso de elaboración onírica.

El significado subyacente de los sueños es posible extraerlo del inconsciente a través de la aplicación de varias técnicas analíticas como la hipnosis, -a la cual renunció Freud dada la insuficiencia de esta técnica terapéutica-, la sugestión y el recurso de las asociaciones libres, que se convirtió en la regla fundamental del psicoanálisis y que se derivó de los experimentos de asociación de Carl Gustav Jung, -uno de los primeros alumnos de Freud y su discípulo dilecto-, a partir de las cuales pretendía el gobierno de la razón sobre la pasión, del yo sobre el ello inconsciente, lo que resume la finalidad del psicoanálisis, que puede signarse a través de su famosa frase: “Donde era ello, ha de advenir yo”.

El estudio freudiano de los sueños constituye el punto de partida de un movimiento vanguardista, artístico y literario del siglo XX que le hacía apología al inconsciente: el Surrealismo. Este estilo se definía fundamentalmente por referencia a la escritura automática y al “poder absoluto del deseo”, reivindicando, a partir de la formulación de sus teorías, el concepto de la locura, -del artista y de lo expresado por éste-, rehabilitando lo imaginario y el sueño al plantear la exploración poética del inconsciente.

André Breton en su primer Manifiesto Surrealista (1924) señaló: “El surrealismo descansa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociaciones hasta él dejadas de lado..., en el juego desinteresado del pensamiento”[2], apuntando con esto que trabaja el recurso de las asociaciones libres de Freud. La aplicación de éstas conlleva un abandono al automatismo que fue el recurso a través del cual Breton definió al surrealismo:”Automatismo puro por medio del cual nos proponemos examinar, sea verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, ajeno  a cualquier preocupación estética o moral...”[3]

Para Breton el automatismo  era un procedimiento liberador, que promulgaba la omnipotencia del sueño, destruyendo todos los demás mecanismos y liberando los procesos psíquicos de la vida despierta, encarcelados por la férrea tiranía de la lógica racional. Lo que para lo surrealistas resumía la noción de “automatismo”, para Freud albergaba más complejidad y es denominado por él como “compulsión a la repetición”, -el “es más fuerte que yo” proclamado por quienes caen en las redes de la droga, del alcohol, del cigarro, y que no pueden salir de ese estado de negación y por los obsesivos, -tendencia a la repetición-, que enmascaran deseos reprimidos que intentan retornar al presente.

La comprensión del ello como la fuente pulsional de la personalidad de la personalidad, donde subyace toda la herencia cultural de la civilización humana esclavizó a los surrealistas, potenciando en ellos la locura y el delirio como veta de inspiración, materializando en la obra de arte el fantasma subyacente del inconsciente. De esta manera la locura fue vista como un atajo al inconsciente que permite encontrar relaciones nuevas entre las cosas.

Ahora bien la obra de Jung -quien formuló sus teorías bajo la denominación de Psicología analítica- se dirigió hacia el estudio de las capas más profundas del inconsciente. Para él éste se constituye de dos partes: el inconsciente personal, que contiene el resultado de la experiencia personal de un individuo y el inconsciente colectivo, que forma parte del patrimonio común de la humanidad y donde las conexiones mitológicas, simbólicas o imaginarias se renuevan constantemente. Esta elaboración de imágenes esenciales o símbolos primordiales, es el basamento de su teoría de los arquetipos, como conocimiento intuitivo que se manifiesta en la cultura del hombre  y por supuesto, en los sueños, por lo que gusta especialmente a los literatos, como por ejemplo a Fredo Arias de la Canal, quien en su ensayo “La castración asociada a los símbolos de la sangre y de la herida”, formula su análisis a partir del estudio de la teoría de los arquetipos de Jung y “psicoanaliza” obras de poetas como Omar Castillo, Enrique Blanchard, Octavio Paz y Ezra Pound.

Jung, en su aplicación de la Psicología Analítica, trabaja en sanatorios mentales, -era psiquiatra-, utilizando con sus pacientes la pintura como medio terapéutico y clasificó las obras resultado de esta técnica en:

obras de los neuróticos: caracterizadas por su emotividad, simetría y sentido;

y

obras de los esquizofrénicos: signadas por su frialdad, desgarramiento y sin sentido aparente,

con lo que empieza a utilizar el Arte como terapia de rehabilitación y crecimiento personal, expresión auténtica de la personalidad que conecta al hombre con sus emociones y con la vida cotidiana. La creación plástica ayuda a los pacientes a reflexionar, a hablar y a expresar su yo íntimo, su sexualidad, sus sueños y sus problemas y afirma su individualidad e identidad personal.

Pero no solo los psicoanalistas han interconectado el arte con los desórdenes mentales, los artistas también se han acercado  a este mundo especial e ingenuo, donde los recursos son extraídos de la experiencia personal y no de referencias del arte clásico o moderno. Este es el caso de Jean Dubuffet, pintor disidente del grupo surrealista y quien a partir de 1945 comenzó a buscar “obras extraculturales” en los hospitales psiquiátricos suizos y franceses primero y luego en todos aquellos lugares marginales en general, “outsiders”, creando un “antimuseo” con Arte bruto, -no contaminado por conocimientos artísticos-, que tiene como común denominador la obsesión manifiesta en la repetición de motivos, así como la preferencia por el desequilibrio, el exceso, lo inacabado y una marcada tendencia al geometrismo, la esquematización y a la abstracción.

[Es de vital interés en este punto señalar la extrema importancia que se le brinda por parte de profesionales cubanos a esta vinculación de las artes con las terapias de salud mental. En este sentido es meritoria la mención del Centro de Salud Mental de Regla, -y al Dr. Gil, como máxima figura alrededor de la cual se nuclea este plan renovador, considerado por muchos en sus inicios como un poco “loco”-, como institución gestora de un proyecto que imbrica a artistas plásticos del país con  los desórdenes psíquicos, a partir de la organización de la Bienal de Salud Mental y Artes Plásticas, -que este año debe celebrar su tercera edición en el mes de septiembre-, y cuya acción en sensibilizar a los artistas y al público en general, ha resultado de gran importancia, especialmente porque el objetivo central del evento es un “NO a la exclusión”, y a partir de este supuesto, se han presentado exposiciones colectivas con obras de artistas plásticos de reconocida importancia, -Montoto, Moreira, Alicia Leal, Choco, Zayda, entre otros-, con las de pacientes de la institución]

La locura se ha entendido siempre como un estado límite de la experiencia humana y quienes la padecen, aquellos “locos verdaderos”, presentan una percepción del mundo diferente, por tanto, sus prioridades están constituidas, aparentemente, a la inversa de la mayoría de los hombres, aunque ellos, -a veces-, alcancen o superen en genialidad, las manifestaciones de los cuerdos.

Son múltiples los ejemplos que parten del estudio de ese espacio construido al margen, donde está lo no aceptado, lo que no pertenece al discurso de la razón, y donde el enferme termina convirtiéndose en “el otro”.

Marina Núñez se acerca a la locura  a partir de la sintaxis de la alteridad, la diferencia y el feminismo. Trabaja la imagen de la mujer doblemente excluida y disminuida por una sociedad dirigida por hombres: primero por el hecho de ser mujer, y segundo, por estar “loca”. En su obra la demencia es una metáfora del “otro”, de lo diferente, de la exclusión: “yo soy la que no es, la que no cuenta, la apartada, la excluida, la demente”[4].

Partiendo de la histerización de lo femenino y de su hábitat corporal, construye un universo iconográfico y simbólico muy personal y reconocible: figuras de mujeres con hábitos blancos que cubren y semivelan una piel enrojecida y enferma, de rostros deformados y contraídos por el dolor, de ojos ausentes que imploran un no vacío, un no silencio, una cordura desconocida y siempre negada.

La reacción a la pérdida de la memoria o de contacto con el cuerpo es el punto de partida de la obra de Javier Téllez (Venezuela), quien trabaja la enfermedad mental como parte de su historia personal. Hijo de padres psiquiatras, manifestó un temprano interés en la observación de la fragilidad del límite que separa lo normal de lo patológico, y su uso por parte del “cuerdo”, como forma de exclusión.

Téllez reconstruye una imagen de la memoria del “demente” para mostrar(nos) el recuerdo mismo, que nos sirva de espejo en el que se puede leer, a la inversa, la historia de nuestras ideas. Usa objetos reales llamados por él “objetos del deseo”, en un aclara voluntad instalacionista donde el rechazo al ilusionismo de la representación es evidente y claramente palpable. Sus instalaciones modulan la relación entre el enfermo y su entorno “sanador”, manipulando los objetos de su uso cotidiano, -camas, sábanas, ropas, cosas de su uso personal-, para trabajar a partir del binomio cama-hombre, la ausencia, -de la memoria-, que nos acerca a la locura.

O la obra de Evru, quien trabaja la enfermedad mental y la visión de la vida de quien la padece, a partir de la imagen digital, donde esconde, detrás de una máscara, las connotaciones que en el orden social y personal, conlleva la etiqueta de enfermo mental. En su proceso creativo es fundamental la colaboración con Dasu, -cuyo nombre es Jesús-, quien padece desde los veinte años una enfermedad mental -y ya tiene cuarenta-, debido a la cual no pudo continuar su formación profesional y tampoco puede trabajar legalmente. Indefenso ante los sistemas de control, sociales y farmacológicos, que delimitan su vida, se ha creado un territorio personal: DACHAU, del cual proviene nombre por el que se le conoce, Dasu, y en el que trabaja la forma artística, compartiendo su mundo a través del arte, porque, para él, para sacar lo que tenemos dentro no hay terreno mejor que el del arte, por lo tanto, casi no hay necesidad de asistir a un centro psiquiátrico.

La alusión de la genialidad del artista generada por la locura se ha modulado a partir de la vida personal de muchos creadores que han corporeizado sus demonios y los de la sociedad en sus obras. Es el caso, por ejemplo, de Michelangelo Merisi, il Caravagio, el maestro del tenebrismo del barroco italiano, quien, según los especialistas, tenía rasgos psicopáticos en su personalidad, oscilando entre la afabilidad y la más desenfrenada violencia, -se le conoce al menos un homicidio-, y quien en sus últimos días, iba y venía por el puerto de Ercole, tratando inútilmente de divisar un barco que supuestamente había partido sin él, hecho que habla por sí solo de su psicopatía.

Y se hace necesaria también la mención del caso de Goya, especialmente en el momento en que se encierra en su quinta, -la conocida “Quinta del Sordo”-, ya casi por completo sordo, -estado que lo hace extremadamente irascible, huraño y en ocasiones violento-, y donde desarrolla un mundo alucinante, en el cual sobresale “Saturno devorando a uno de sus hijos, el Día”, obra sobrecogedora por la intensidad dramática de la escena representada; o el caso del pintor inglés William Blake, -conocido por sus contemporáneos como “el loco”-, quien representó el inconsciente colectivo de su época, -vivió entre 1757-1827-, en sus obras, donde reivindica las sombras y le concede gran relevancia a lo oculto, a lo simbólico, a lo histórico, a lo trascendental y a lo irracional.

La obra del artista español David Nebreda, es singular, única e inquietante, hermosa y terrible a la vez. Trabaja la locura como “el paisaje retorcido, cruel y oscuro en el que habitar y construir su universo de creación”[5], donde los sentimientos de soledad y de aislamiento llegan a ser desesperantes. A Nebreda, -al igual que a Dasu-, se le presentó tempranamente, -a los 17 años-, una enfermedad mental, en su caso esquizofrenia paranoide, que conlleva a una doble ruptura de la personalidad, con el mundo que le rodea y consigo mismo. Sus obras son construcciones de retratos fotográficos donde busca esa identidad perdida por la esquizofrenia. Él, -el artista y el enfermo-, se inventa un yo otro, un cuerpo otro, un doble fotográfico en el que reconoce sus sufrimientos y a quien convierte en un paisaje enfermo y extraño, donde el dolor que produce el autocastigo, le permite acceder  a ese yo desconocido que duerme en su interior.

Su obra aborda lo escatológico como parte de ese autoconocimiento que el artista exige y que termina siendo un producto lúcido, descarnado y teatral de la locura. Su trabajo plástico es casi el equivalente a la que proyectó Antonin Artaud en el teatro, -de hecho ha sido llamado el “Artaud de la fotografía”. Artaud, en una fecha tan temprana como el año 1932, publicó en la revista "Nouvelle Reveu Francaise" el Primer Manifiesto del Teatro de la Crueldad. Para él “la crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e irreversible de transformar al hombre en un ser lúcido (…) Todo nacimiento implica también una muerte (…) Por fin seremos libres. Esto vale no sólo para el teatro. Seremos hombres libres en todo aspecto de nuestra vida”.[6]

Pero no sólo es la locura quien es capaz de producir un objeto artístico o ser abordada desde la perspectiva de “los supuestos cuerdos” (¿nosotros?), sino que la sociedad contemporánea, civilizada y desarrollada genera con su dinámica  pragmática una fuerte presión psicológica sobre el individuo que pervierte sus relaciones con el medio y consigo mismo.

Según el sociólogo Mike Davis, vivimos en una “geografía del miedo”, donde la esquizofrenia y la paranoia forman parte de la vida cotidiana, y el pánico desgarra las relaciones interpersonales del hombre. “El sueño de la razón” de Cuco Suárez, -inspirada en la obra del mismo nombre de Goya-, explora la psicosis individual y el miedo, -y sus parámetros subjetivos y colectivos-, como estados paralizantes que atacan los cimientos vitales y sensoriales del individuo, trastocándolo todo en un sentimiento  de pánico, aparentemente sin sentido.

Según muchos estudiosos, la esquizofrenia es la enfermedad de nuestra época, que convierte al hombre en una máquina deseante, aislándolo en un mundo interior que lo deja mudo y vacío de otro sentimiento que no sea el miedo, pero esto no significa que todos podamos ser artistas y llevar a efecto nuestra propia percepción de la realidad y del mundo, sino que se exige algo más, un carácter excepcional que conlleva el romper moldes, trascender el lenguaje, llegar a ese límite entre la anormalidad y la normalidad, y no traspasarlo, no pertenecer a la locura.

Con el artista se recupera algo de la figura del brujo, como canalizador de experiencias espirituales que no son captadas por el hombre común. Entonces, el espíritu creador se expresa gracias a “cierto grado de locura” o de intuición lindantes en lo profundo del inconsciente humano, que convierte al artista en un visionario. De esta manera el arte se constituye en la expresión auténtica que conecta al hombre con sus emociones y con su vida cotidiana y que le brinda al artista la posibilidad de un autoconocimiento a partir de la creación de un universo paralelo sin imposiciones de ningún tipo donde la curación del espíritu es posible porque, como escribió el psicoterapeuta Guillermo Borja:

“La locura es tratar de ser antes de morir. La locura es la búsqueda de la salud (…) Recordemos que uno de los terrores más grandes es perder el control”.

Por esta razón es que el autoconocimiento es de importancia vital, siendo esta condición altamente factible en el caso de los artistas, por la sensibilidad especial y frágil que genera su personalidad que lo sitúa siempre en peligro de caer en un estado mental disociado del que no se regresa o sí se logra, se hace a intervalos y que exige mecanismos de saneamiento psicológico que parten de un conocimiento cabal de su propia psiquis y de las potencialidades de ésta, porque, sólo se puede curar lo que uno haya sido capaz de contemplar en su interior.

Bibliografía.

Bre ton, André. Manifiesto Surrealista. 1924. Carpio, Francisco. “La locura considerada como una de las Bellas      Artes”.    Revista Arte y Naturaleza. Mayo-junio 2004 No. 31. P.20-23. Freud, Sigmund. Obras Completas. Amorrortu Editores. Buenos Aires,    Argentina. 1979 Krebs, Víctor J. Del Alma y el Arte. Museo de Bellas Artes de Caracas. Caracas, Venezuela. 1997. Laplanche, Jean y otros. Interpretación freudiana y psicoanálisis. Editorial Paidós. Buenos Aires,    Argentina. 1972. López, Rubén. Hacia una estética psicoanalítica. RAMPA Editores. Medellín, Colombia. 2000.

[1] Diez Celaya, Rosalía. “¿Quién es el loco?”. Revista Arte y Naturaleza. No. 31. Mayo-junio 2004.

[2] Breton, André. Manifiesto Surrealista. 1924.

[3] Breton, André. Manifiesto Surrealista. 1924.

[4] Carpio, Francisco. “La locura considerada como una de las Bellas Artes”. Revista Arte y Naturaleza. Mayo-junio 2004 No. 31. P.21

[5] Carpio, Francisco. “La locura considerada como una de las Bellas Artes”. Revista Arte y Naturaleza. Mayo-junio 2004 No. 31. P.22

[6] Artaud, Antonin. Carta a Jean Paulhan. 1932

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Jennie Roblejo P.

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