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Autolesiones

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Quienes tuvimos el infortunio de vivir una infancia enturbiada por un hecho traumático grave, estamos más expuestos a convertirnos en adultos problemáticos. No digo nada nuevo, pero en este caso quisiera incidir en una secuela muy desconcertante, una secuela, por otra parte, muy comúnmente asociada a los abusos sexuales sufridos durante la infancia. La gravedad de estos trastornos se multiplica cuando no se hizo lo suficiente para atajarlos en su momento ni tampoco cuando dejó de suceder. Casi todos los sobrevivientes de abuso sexual infantil hemos vivido una infancia y también una adultez donde los abusos sexuales han pasado a ser un tema tabú del que no se habla, y si no se habla no se soluciona, y si no se soluciona aparecen secuelas como las autolesiones.

Cuando afirmamos que los supervivientes de ASI se caracterizan por tener una baja autoestima, dificultades para relacionarse con los demás o problemas con la sexualidad, lo que puede hacerse extensible a otras situaciones traumáticas, no creo que nadie se sorprenda. Parece bastante lógico. Sin embargo, si hacemos la misma afirmación en cuanto a una persona que tiene la necesidad de cortarse, golpearse o quemarse conscientemente, entonces tal vez sea más difícil exigir la misma comprensión de antes.

No se trata de una secuela tan infrecuente como a muchos nos gustaría creer, o sea que vamos a intentar comprender las motivaciones de este comportamiento tan inquietante e incomprendido.

Antes, no obstante, quisiera hacer mención de otra secuela que compartimos todos los ASI, una secuela presente en prácticamente todas las situaciones traumáticas y, lo que nos interesa, una secuela que se manifiesta de un modo incuestionable en las autolesiones. Me refiero al dolor, un dolor más o menos manifiesto, que a veces intentamos ocultar y otras veces lo mostramos como una reinterpretación del papel de víctima que vivimos durante la niñez. Ahora bien, el binomio que conforman las autolesiones y el dolor tiene una significación distinta. No vamos a tratar con un dolor, por decirlo de algún modo, convencional. Hablaremos del dolor del cuerpo y del dolor del alma, y de cómo el primero actúa para tratar de redimir al segundo.

A pesar de haber insistido en que las autolesiones pueden tener diferentes orígenes, yo quisiera centrarme en los ASI, ya que es el asunto que mejor conozco y para el cual tengo una explicación concreta, una explicación, eso sí, que tal vez pueda aplicarse a otros casos. En las autolesiones, como decíamos, el dolor pasa a ser un elemento fundamental para entender cualquier mecanismo relacionado con ella, pero más importante aún, si cabe, es insistir en que la percepción que tenemos del mismo así como el uso que hacemos quienes padecimos ASI, es muy diferente. El dolor no es un agente pasivo, un efecto; también puede ser una causa en sí misma, un objetivo en busca de unos resultados concretos.

La autolesión se vive como una manera de extraer de nuestro interior todo ese dolor que nos invade. Cuanto mayor es la autolesión, mayor es el dolor que se trata de neutralizar, porque también lo es la necesidad de liberarnos de él. El problema es que, una vez liberada la tensión, y tras ese primer momento de calma, aparecen la vergüenza y la culpabilidad. Hay que tener claro que nadie se autolesiona porque sí, como si de un pasatiempo se tratara. Al igual que el alcohol, la comida o la ludopatía, esta es una adicción para la cual se requiere algo más que la simple voluntad a la hora de neutralizarla y vencerla. Así pues, hablar de autolesiones es hablar de una espiral que se realimenta en una sucesión incontrolada que a veces no parece tener fin.

No es fácil dar rienda suelta a todo ese dolor acumulado. Es, como reconocen quienes la padecen, un motivo más para sentirse estigmatizado y seguir ocultando el secreto que mantiene a la persona en esa cárcel de dolor, silencio e incomprensión. Hay una clara conciencia de que nadie entendería las razones de esta acción. En muchos casos incluso no quiere entenderse, ya que en el origen de las mismas está el abuso sexual, cuyo causante suele ser un miembro de la familia. Y aún en el caso de vencer ese obstáculo, es probable que sólo consiguiéramos reproches y que se pusiera en duda la confesión. ¿Quién quiere oír: “Me autolesiono porque de niño mi padre, hermano, tío, abuelo o primo abusó sexualmente de mí”? Una buena parte de las familias no es capaz de aceptarlo, por lo que se revictimiza a quien se atreve a “desestabilizar” al ente familiar.

Normalmente, siempre hay una causa para que se produzca un efecto. Es decir, cabría suponer que si alguien se autolesiona es porque hay un hecho concreto que lo ha desencadenado. De entrada es así, pero no sólo así.

Cuando algo no va bien, cualquier adicción, aunque nos produzca una fugaz sensación de alivio, a la larga, siempre termina empeorándolo todo. Con las autolesiones sucede algo parecido. Aunque en un primer momento tanto la adicción como la autolesión puedan tranquilizarnos y alejarnos de la realidad, invariablemente, esta termina por plantarse de nuevo ante nosotros, haciéndonos sentir más culpables, más avergonzados y más miserables de lo que ya nos sentíamos antes. Al final, se transforma en una rutina frustrante y autodestructiva, en la que siempre estamos buscando la salida por la puerta equivocada.

Sé que parecerá extraño, pero las autolesiones también están relacionadas con nuestra necesidad de obtener el perdón. No, no hay que buscarle ninguna reminiscencia religiosa, por más que cada cual tenga sus propias creencias. Sin duda que nos parecerá paradójico y contradictorio, ya que no sólo se busca el perdón por una culpa que en ningún caso perteneció a la víctima de ASI, sino que, además, dicho perdón se busca a través de una agresión. Pero todo eso, si queremos entenderlo, deberemos hacerlo desde el punto de vista del superviviente.

Podríamos decir que cada agresión ya lleva implícita una parte del perdón; un único protagonista para dos papeles. Reproducimos la agresión para, acto seguido, ser nosotros mismos quienes nos perdonamos y nos cuidamos; es decir, recreamos un escenario que nos retrotrae al pasado, un pasado donde las cosas ocurren del modo que debieron ocurrir, actuando como debieron haberlo hecho quienes no lo hicieron. Ahora es el propio sobreviviente quien, en sus dos papeles, hace de agresor y de salvador/cuidador.

Otra asociación más primaria, y quizá no del todo consciente, está en esa necesidad de calma y de paz que tanto anhelamos. El patrón interiorizado en la infancia fue el de agresión/calma.Primero venía el abuso (agresión) y después se iba el agresor (calma). Ahora, inconscientemente, tratamos de repetir el mismo patrón para encontrar esa tranquilidad. Es como si viviéramos en un permanente estado de ansiedad, dolor y desasosiego que sólo podemos neutralizar con la autolesión (agresión). Después, nos cuidamos, nos atendemos y nos perdonamos (calma).

http://www.jmontane.es

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Joan Montane Lozoya

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