¿Malos o Locos?
Hoy, en nuestra sociedad los crímenes se castigan, y necesitamos creer que alguien que comete un acto de violencia o de crueldad física, como la tortura, el rapto de menores y el asesinato, ha elegido hacerlo libremente para que el castigo sea aplicable. ¿Y si no fuera así?
Los crímenes que más espeluznantes nos resultan son los premeditados, cuyos autores tienen en mente un objetivo preciso y hacen alarde del control de la situación. Como ocurre con el personaje de Uma Thurman en la película de Tarantino Kill Bill, atribuimos a las personas que cometen ese tipo de crímenes una inequívoca maldad moral. “De lo que carezco es de piedad, compasión y capacidad de perdonar”, dice este personaje, “no de racionalidad”. Podemos considerar que el personaje de Thurman, “la novia”, posee lo que los psiquiatras consideran actualmente una personalidad gravemente antisocial. Estos individuos no están enfermos en sentido clínico, y generalmente saben cuándo están haciendo algo malo. Pero ¿de verdad son malvados?
La neurología está empezando a demostrar que, mientras la parte cognitiva, la que hace los planes, del cerebro de las personas con una actitud antisocial grave funciona con normalidad, otros centros neurálgicos no lo hacen. Este descubrimiento plantea una serie de interrogantes que resultan bastante espinosos: ¿Deberían considerar los tribunales las pruebas de una personalidad antisocial como atenuante de un crimen violento? ¿Tendría que sustituirse el castigo por un tratamiento médico? ¿Habría que pedir a los psiquiatras que identificaran a las personas con ese tipo de anomalías mentales, para encarcelarlas por su propio bien y por el de la sociedad?
Tanto si la violencia se realiza como respuesta a un impulso como si se hace de forma premeditada, los psiquiatras queremos saber qué hace que las personas cometan actos violentos. Adrian Raine, psicólogo británico que trabaja en la Universidad de California del Sur, en Los Ángeles, fue el primero en utilizar a comienzos de los años noventa las técnicas de imagen cerebral para estudiar a los individuos con personalidad antisocial. Los escáneres que realizó a asesinos impulsivos y emocionales mostraron que estos sujetos tienen una actividad reducida en la parte frontal del cerebro; concretamente, en una zona denominada corteza orbitofrontal. Las personas con lesiones en esta región suelen mostrar pérdida de control. Reaccionan con una irritación y una agresividad desproporcionadas cuando se las contraría, y les resulta muy difícil modificar su respuesta a una situación determinada cuando las circunstancias de dicho acontecimiento cambian de modo que podrían beneficiarse entonces si variaran su comportamiento. Parece lógico que los cerebros de los asesinos impulsivos presenten menos actividad de la habitual en esta zona, pero no ocurre siempre.
Raine ha descubierto que en los asesinos en serie no se reduce la actividad frontal, al menos durante un tiempo. Sus sistemas de ejecución y planificación están intactos, y además, no pierden el control. Así pues, ¿qué les falla a estos asesinos calculadores? Según James Blair, otro pionero en este campo que trabaja en el Instituto Nacional Estadounidense de Salud Mental de Bethesda, en Maryland, el defecto se encuentra en la amígdala, una zona ligada a las emociones. Blair y otros han descubierto que las personas que cometen actos de violencia premeditados son incapaces de detectar el miedo de otras personas y de aprender por medio del castigo.
Cuando se muestran a personas normales fotografías de rostros angustiados, la amígdala se activa. Empieza a enviar al hipotálamo y a otras regiones del cerebro señales que provocan aumento del ritmo cardíaco y sudoración en las palmas de las manos. La respuesta emocional no se convierte en consciente hasta más tarde, en el momento en que las regiones superiores de la corteza cerebral intervienen en el proceso. Ray Dolan, del Instituto de Neurología de Londres, ha descubierto que experimentamos este tipo de respuesta incluso cuando nuestra atención se ve desviada hacia otros asuntos, y no vemos las imágenes de las caras angustiadas más que en las zonas periféricas de nuestro campo de visión. La empatía, deduce Dolan, es automática y visceral. Pero los individuos violentos no reaccionan así. ¿Es su falta de empatía una causa o un efecto de su comportamiento?
Las opiniones al respecto son variadas. Raine y otros han descubierto que los niños que más tarde se convierten en adultos violentos tienen respuestas viscerales anormales; como, por ejemplo, cierta falta de sudoración en las palmas de las manos. Estudios realizados con gemelos y con niños adoptados señalan que la herencia tiene una gran importancia en las conductas criminales y antisociales, aunque el efecto genético es más fuerte en crímenes impulsivos o causados por la codicia que en los crímenes en los que se ataca a otras personas de forma premeditada. También se ha comprobado que el comportamiento antisocial es el resultado de las experiencias de las primeras etapas de la vida. Jonathan Pincus, un neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Georgetown, en Washington DC, ha descubierto que las personas acusadas de asesinato a menudo habían sufrido abusos cuando eran niños, y muchos presentan algún tipo de discapacidad neurológica y enfermedades mentales.
Entonces, si somos capaces de encontrar explicaciones a lo que hace la gente malvada, ¿no estaremos sustituyendo el mal moral, que se comete libremente, por el mal natural, que escapa a nuestro control? En este caso, puede que los criminales violentos no sean, en última instancia, responsables de sus actos, y por tanto, nuestro sistema legal debería modificar la forma de tratarlos. Hablemos de este asunto con cautela. En primer lugar, deberíamos preguntarnos si las “causas” de la conducta antisocial son determinantes hasta el punto de convertir la violencia en algo inevitable. Si la persona que sufre un trastorno psicológico no tiene más remedio que cometer actos violentos, eso significaría que debería ser absuelta de toda responsabilidad.
¿Y si nuestro cerebro tiene fallos?
Estas cuestiones nos plantean una pregunta inquietante que nos lleva un poco más allá: ¿qué hacer con el hombre o la mujer que aún no ha cometido delito alguno, pero padece las mismas anomalías neurológicas que el criminal violento? ¿Habría que encarcelarles también a ellos por si acaso? ¿Deberíamos apartarlos de la sociedad y ponerlos en “cuarentena” psiquiátrica, para protegerles tanto a ellos como a sus potenciales víctimas? Los avances en el campo de la neurología permiten identificar a estas personas cada vez más fácilmente. Y la posibilidad de encerrarlas para aislarlas ya no es una especie de pesadilla futurista digna de Orwell, pues ha sido discutida por el gobierno del Reino Unido en las propuestas de la nueva Ley de Salud Mental. Si esta posibilidad se convierte en ley, se podría requerir la colaboración de psiquiatras como yo para detener a personas que, en nuestra opinión, corriesen el riesgo de cometer crímenes violentos. Esta perspectiva es preocupante, especialmente debido a la dificultad de predecir hasta qué punto estos individuos constituyen una amenaza. Es difícil no llegar a la conclusión de que, aunque la neurología nos proporciona una visión más precisa de las mentes de los asesinos, sólo consigue complicar aún más las decisiones que debemos tomar a la hora de tratar el tema del mal que cometen los humanos.
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