SAN SABINO por Alfredo Rodrigo de Santiago
SAN SABINO
Alfredo Rodrigo de Santiago
Ha rodado estos días por los mentideros políticos el nombre del general Sabino Fernández Campo, un sobrio servidor del Estado que, por esta misma condición, se halla fuera de la política concreta, en ese sobrevuelo con perspectiva que da el no estar en el juego de los partidos.
No creo oportuno entrar en el aparente desentendimiento que se ha suscitado recientemente en La Zarzuela, entre otras razones porque la Constitución otorga al Rey la plena facultad de organizar su Casa. Pero sí quiero, sin otro objetivo que el dar desahogo a la amistad que le profeso, rendir un homenaje a este personaje eminente que es Sabino Fernández Campo, a quien –me perdonará la leve indiscreción- llamábamos cariñosamente San Sabino quienes trabajábamos con él en los años arduos de la más profunda transición. En concreto, cuando él ocupaba el cargo de subsecretario de la Presidencia en el primer Gobierno de Su Majestad.
Sabino Fernández Campo, un gran caricaturista, por cierto –lo que da idea de su fina sensibilidad, de su capacidad de percepción sobre el carácter ajeno-, mantiene hoy oculta, en cierta manera, su personalidad por imperativos de la importante responsabilidad que lleva sobre sus anchos hombros. Sin embargo, es persona de una humanidad exultante, de una afabilidad contagiosa, de una sencillez admirable. Es, en el sentido más amplio de la palabra, un hombre entero. Su formación castrense ha resaltado en él algunos rasgos: el sentido de lealtad, de la disciplina, la firmeza de carácter. Pero su extenso contacto con los designios de la sociedad civil le ha desarrollado la tolerancia, la liberalidad. Posiblemente en esta simbiosis de rigor militar y mansedumbre civil esté el secreto de uno de los personajes sin duda más atractivos de nuestro panorama público en esta democracia ya madura y adulta.
El cometido que le ha tocado en suerte es tan honroso como difícil. Una Monarquía constitucional es un difícil equilibrio entre sutil diplomacia, minucioso protocolo, habilidad política y relación social. Todo ello aderezado con el inevitable ingrediente esotérico porque, como bien dijo W. Bagehot de la Monarquía británica, “el misterio es su vida”; no debemos dejar que la luz del día desvele su magia”. Sabino Fernández Campo, primero en la secretaría de la Real Casa, después en su jefatura, ha sabido ser el báculo invisible de la andadura regia; desde esa omnipresencia en segundo plano ha sabido tanto realzar la eminencia del Rey como abrirle camino. Y es que es inocultable –por profunda que quiera guardarse- la eficacia de quien, como este hombre, ha servido a la institución monárquica con esa dedicación inteligente que aúna el alto consejo ministerial –que éste es el rango del jefe de la Casa del Rey- con el arrimo leal del hombre adicto y noble. Y si Rodrigo Díaz de Vivar afirmó en el Poema de Mío Cid aquel “¡Dios, qué buen vasallo si oviese buen señor!”, no es menos cierto que junto a cada señor encumbrado hay, ha de haber, un personaje como Sabino Fernández Campo.
Desde la subsecretaría de Información y Turismo, Sabino Fernández Campo fue llamado por el Rey para ocupar la secretaría de su Casa. Cuando ya el rumor estaba en los pasillos, e incluso el día antes de la designación, Sabino continuaba negando saber algo del asunto. Semejante actitud en este país, en el que la mayoría de las infidelidades conyugales se cometen para contarlas a los amigos, tal discreción dice mucho a favor de un personaje público.
Ortega dejó escrito que “una política no es este o el otro acto, sino un tinte general de la conducta y de la silueta monumental de unos principios”. En Sabino, esos principios insobornables han dejado su importancia en la conducta, intachable, de un gran estadista, que ha prestado, que está prestando todavía, un servicio de singular importancia a la Corona, y por lo tanto al Estado.
[Ref: Diario Ya. Domingo, 17 Febrero 1991]
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