El encanto de la parrillada
Envejecí en una isla estrecha y larga cantada por los poetas, venerada por sus habitantes, admirada por los extranjeros y codiciada por muchos. Nací y cursé mi adolescencia en los campos de este territorio caribeño. Ahora en el norte frío a principio de marzo la nostalgia invade con ahínco al espíritu. Acostumbrado a las vicisitudes llevo la memoria a mis mejores recuerdos y convierto en positiva mi emoción. Y he ahí que me llegan las imágenes del cerdo asado en púa en el patio de la casa. Lo mejor sucedía el 24 de diciembre. Ya al medio día debía estar muerto, limpio y empalado. El hoyo, bajo el nivel de la tierra, un poco más grande que el animal estaba lleno de carbón. Dos orquestas en cada extremo serían el soporte de la vara. Alrededor de las seis de la tarde empezaba la faena de darle vueltas lentamente sobre las brazas. Dentro del hogar la gente se animaba con música de las orquestas y conjuntos tradicionales. El ron calentaba los cuerpos en el fresco diciembre. El asador (mi labor predilecta ese día) podía filosofar allá afuera aunque de vez en cuando tomara con cautela algún trago de aguardiente. El lechón debía quedar bien asado pues era parte del orgullo de cada casa y los vecinos solían visitarse y compartir. Los niños podían incursionar en el sitio donde asábamos y todos aspiraban al rabo como si fuera un bizcocho. Algunas veces se arrancaban las orejas y se les ofrecían de anticipo a los menores. Eran días felices en medio de las penurias y de las noticias del vecino muerto en guerras allende a los mares.
La carne asada fue siempre lo especial y lo sublime para los habitantes de nuestro archipiélago. Los indios hacían su parrillada de palos verdes para que no se quemaran y cocían sus iguanas y sus pescados. Los conquistadores que a pesar de todo fueron también conquistados por algunos elementos culturales de los siboneyes tomaron esta forma de asar y fue el cerdo traído de Europa su principal manjar. En mi región se prefería la púa o vara larga que atravesaba al cerdo entrando por el trasero y saliendo por la boca. El puerco en esta triste posición tenía que dar muchas vueltas sobre las brazas hasta quedar a punto. El asador podía gustar de su tabaco en el largo tiempo que duraba la tarea. Muchas veces un aparato de música alimentado con baterías permitía que el asador disfrutara de cerca su música preferida. Era siempre el más filosófico de los que disfrutaban la fiesta. Era quien prefería el encanto de los primeros olores de la carne asada y no la algazara que transcurría dentro de la casa donde la gente desbordaba de felicidad acompañados de música estridente que junto con el efecto de las bebidas invitaban los cuerpos a bailar.
En el norte, donde el frío es un cuchillo que corta la piel expuesta, el caribeño añora que llegue la primavera. A falta de ver las palmas los isleños nos hemos acogido a cierta cultura que calma la añoranza. La parrillada que es una versión tecnológicamente avanzada de aquella sabrosura de la isla viene a paliar un poco la nostalgia. ¡Ay, cuanto deseo que llegue la primavera para hacer el primer barbecue en el patio!
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