El poder liberador de las religiones
Tamizamos con nuestra mirada el mundo de los hechos, trasvertiendo el acaecer externo a una amalgama de sentimientos idiosincráticos. Los sentimientos tanto nos atenazan como nos permiten vivir con una inusitada intensidad. Siguiendo la estela de la inteligencia emocional se ha planteado una inteligencia espiritual. Del mismo modo que la inteligencia emocional pretende la consciencia y el encauzamiento de las emociones, la inteligencia espiritual es el modo de profundizar y tomar consciencia de nuestras creencias. Las creencias o valores, que nos sustentan, nos permiten dibujar la frontera entre lo prioritario y lo accesorio. Otorgamos prioridad a lo necesario, mientras lo contingente (tanto puede ser como no ser) es un mero decorado de la trama. Queramos o no siempre tenemos que protagonizar la trama porque nacemos solos y morimos solos. No nos podemos escapar de nuestro final, como tampoco no nos han otorgado la potestad de elegir en qué condiciones deseábamos nacer. En el lapso entre un inicio impuesto y un final incierto vamos adquiriendo cierta consciencia de nuestra identidad. Con esta consciencia lidiamos equidistantemente entre la nada y el todo, buscando constantemente un remanso para calmar nuestras ansiedades.
Existe una idea muy común, en la mayoría de las culturas, que consiste en rechazar la afirmación que nuestra existencia es un producto del azar. Parece, que a la mayoría nos inquieta comprendernos como el resultado de una acumulación de casualidades en un tiempo y en un espacio acotados: albergamos en nuestra alma la convicción que nuestra existencia tiene un propósito.
Las religiones responden de distinta manera a ese espacio nuevo que se abre cuando nuestra existencia terrenal se extingue. Si los ateos ven la nada, las religiones de la salvación ven el banquete o la plenitud. El hinduismo aspiran a que sus almas habiten otros cuerpos, mientras el budistas sueñan en fundirse con la divinidad. Las religiones nos humanizan, aunque también nos pueden deshumanizar. Entre la creencia auténtica y el hostigamiento de los infieles hay una variedad de posiciones.
No podemos obviar las cargas de profundidad lanzadas por los pensadores de la sospecha a las religiones. Para Freud las creencias religiosas son un mecanismo de la defensa de la angustia que se genera por la soledad. Para Marx la religión es un mecanismo de control mental, político y social. Para Nietzsche la religión es una moral de esclavos. La lúcida o tórrida tarea crítica no ha erradicado la necesidad perenne de ideales. Con distintas intensidades la historia insistentemente nos demuestra que en nuestra alma anida un impulso irresistible de trascendencia.
Las creencias religiosas aspiran a una liberación integral. Pretenden algo más que consolarnos de la injusticia mundana o de nuestra decadencia, principalmente ambicionan un determinado sentido de la existencia humana. Tanto Prometeo como Adán y Eva se cobijan en la esperanza cuando se sienten cercados por los límites impuestos por su osadía. La fe es la pasión por lo posible y la esperanza es su compañero indisoluble. La esperanza, como arma de doble filo, puede prologar el tormento de los sonámbulos o puede ser el sueño del hombre despierto. Así, hay esperanza porque hay una promesa de felicidad.






































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