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Historia de la Tinaja

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El coche disminuyó su velocidad cuando abandonó la autovía y entró en la carretera comarcal. Dentro, Antonio y Manuela, un matrimonio de mediana edad y clase media, estaban contentos. Durante años habían planeado este viaje pero, por circunstancias adversas, lo habían pospuesto en diferentes ocasiones.

Entraron en la ciudad por una de las puertas de la muralla, abierta al tráfico. Esto incomodó a Antonio que no gustaba de circular con coche por callejuelas estrechas. Sin embargo, era hombre que se adaptaba a las circunstancias, de los que piensan “al mal tiempo buena cara”, por lo que se conformó con la situación. Manuela ejercía de copiloto, con un plano en las manos. Todas las ciudades antiguas son pequeñas por lo que, después de algunas vueltas, y otras tantas preguntas a unos transeúntes, llegaron al hotel. Éste estaba situado en una calleja que, por un lado, daba a la calle principal de la ciudad, y por el otro, a una espaciosa plaza.

Frontero al hotel había un pequeño jardín, correspondiente a la fachada trasera de un  viejo palacio. Antonio aparcó el coche, no sin dificultad, junto al jardín, en un pequeñísimo espacio habilitado para tal menester. Al bajar del mismo, Antonio miró con curiosidad dentro del jardín. Si alguna vez fue tal, ya no quedaban restos. Era una maraña de vegetación salvaje con una abandonada fuente en el centro y bancos de piedra a su alrededor. El conjunto era presidido por una imponente fachada, con dos escudos nobiliarios y un balcón en su centro. El abandono era rey del lugar.

Siempre que veía este tipo de cosas, Antonio experimentaba una profunda amargura, una íntima tristeza. Sin querer, recitó mentalmente unos versos de Rodrigo Caro:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Estaba acostumbrado a viajar por el mundo y veía que en otros países estas cosas se cuidaban con mimo - ¿Por qué aquí no? -, se preguntaba, mientras con la maleta y Manuela colgada de su brazo se dirigían a la puerta del hotel.

Un gran portal les dio la bienvenida. Al otro extremo, se veía un espacioso patio, al cual se dirigieron. Una vez en él, Antonio se dirigió hacia la recepción, mientras Manuela quedaba mirando.

Éste era hermoso, con tiestos de claveles en las ventanas y enormes macetas de aspidistras en el suelo. El brocal de piedra de un pozo ocupaba el centro y algunos veladores con sillas de hierro completaban el cuadro. Allá arriba, en el tercer o cuarto piso, se veía un cielo de azul añil, en el cual el sol iba apagando poco a poco sus rayos. En aquel momento no había nadie.

Manuela se dirigió a las macetas de aspidistras. Las miró con curiosidad, buscando la firma del alfarero. En la casa de sus abuelos, que era donde ellos vivían con su madre, viuda desde muchos años atrás, había unas macetas semejantes, con la firma de un alfarero, antepasado lejano. En su familia había una leyenda, transmitida de padres a hijos, que decía que el tal alfarero había llegado a ser muy rico, pero que sus hijos no heredaron nada. El alfarero había escondido todo su dinero, dejando tan solo un mensaje cifrado escrito en tres grandes macetas y una tinaja.

El secreto quedó como un chascarrillo familiar sin mayor importancia, aunque era verdad que las tres macetas existían como mudos testigos de la leyenda.

Distraída en estos pensamientos, Manuela se sintió cogida por el brazo.

Era Antonio que volvía de la recepción con las llaves en la mano.

-¡Qué barbaridad!- exclamó. – No tenían noticia de la reserva, no esperaban nuestra llegada. Afortunadamente tienen habitaciones libres, por lo que no ha habido problemas. El chico de la recepción me ha dicho que nos ha dado la mejor habitación en compensación por el incidente.-

Cogidos de la mano, subieron al tercer piso, donde estaba la habitación que les habían asignado. Era esta una hermosa pieza con dos balcones acristalados que daban a la calleja, una mesa con dos sillas, un armario, con una cama de matrimonio completaba el mobiliario. Desde los balcones se veía el palacio desde otra perspectiva que acentuaba, aún más, la situación de abandono en que se encontraba.

-Bueno-, dijo Antonio, - tenemos que deshacer el equipaje e instalarnos. Después subiremos a la cuarta planta, donde está el restaurante y cenaremos. Deberíamos retirarnos pronto, para mañana poder madrugar y no perder tiempo.

- ¡Exagerado!, exclamó Manuela.

Dicho y hecho, se instalaron, descansaron un corto tiempo, y subieron al restaurante.

Este estaba montado con un gusto exquisito, lo cual, unido a las hermosas vistas de la ciudad que, desde sus ventanales se veían, hacían que fuese cierta la propaganda del hotel, anunciándose como un hotel con encanto.

La mañana siguiente les encontró, no muy temprano, en la calleja, caminando, plano en mano, hacia la calle principal. Una vez en ella, Calle Real la llamaban, bajaron por la misma, hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento. En uno de sus lados estaba el Consistorio, en el otro un conjunto de tiendas en donde había de todo, sobre todo orzas, tinajas y cosas de alfarería.

Manuela se paró en todas ellas, mirando distraídamente. Antonio conocía muy bien a su esposa y sabía que esto era un síntoma de que algo se estaba formando dentro de su cabeza. También sabía que, en temas de compras, su influencia sobre ella era inversamente proporcional al peso o volumen del objeto en consideración. Sin embargo, Antonio era un hombre pragmático y había desarrollado una filosofía que podía resumirse en el conocido refrán: “si tu mujer te pide que te tires por una ventana, búscatela baja”. No obstante, de momento, prefirió no preocuparse.

Buscando un monumento que figuraba en el mapa, se internaron por un dédalo de callejuelas. Al paso, encontraron una vieja casona en cuya puerta figuraba un rótulo con el nombre de Museo de Artes Populares. Sin pesarlo mucho, se metieron dentro.

Durante un instante quedaron a oscuras, pues la luz del sol, a esas horas, ya era intensa.

Poco a poco sus ojos se habituaron a la penumbra del lugar. Lo que se ofreció ante ellos era una gran sala llena de aperos agrícolas de todas las épocas y diversas piezas de cerámica. A la derecha, detrás de un mostrador, sobre el que destacaba un globo terráqueo, estaba una chica que les miraba con curiosidad. De forma automática, compraron dos tickets y pasaron a la gran sala. El museo era más grande de lo que, al principio, les pareció. Antonio pronto se cansó y se sentó. Manuela, sin embargo, gustaba de ver todo con mucho detenimiento, sobre todo la cerámica. En un momento dado, se acercó a la chica que estaba al cargo y le preguntó si vendían algo. Ésta contestó que no, solo unos CD de música popular. Manuela le aclaró que no preguntaba por CD ́s. Estaba interesada en algunos cacharros de loza que había visto. La chica le remitió a una señora que, en ese momento, entraba por una puerta situada al fondo de la sala.

Esta señora era la dueña del museo, una mujer otoñal con restos todavía visibles de una pasada belleza. Preguntó a Manuela, quien le manifestó su interés por las mencionadas piezas de loza.

- Aquí no- le contesto la señora. – Pero en la plaza mi marido y yo tenemos una tienda de antigüedades con gran surtido. Si quieren pueden dirigirse allí, no tiene pérdida. Yo iré también dentro de un momento. Si llegan antes mi marido les atenderá encantado -. La señora les dio detalles de cómo llegar y hacia allí se dirigieron con rapidez. Antonio no entendía las prisas de su esposa. Sólo era el primer día.

Pronto llegaron y, efectivamente, el marido estaba allí, el cual les atendió. Éste era un hombre también maduro, agradable de trato, que les enseñó todo lo que tenía. Mientras Manuela miraba lo que había, Antonio se quedó con el anticuario.

-¿No le gusta la cerámica? Le preguntó éste.

-No-, contestó Antonio, - a mí no me gustan estas cosas. Mi esposa tiene gran debilidad por todo lo que huele a antiguo. Una pregunta ¿cómo consigue todo esto?

-Pues recorriendo los derribos de casas en los pueblos de la comarca- replicó el anticuario.- No se puede imaginar la cantidad de cosas que la gente tira o malvende como inservible.

-Me lo puedo imaginar. Sé, por experiencia propia, que uno puede ahorrar dinero aprovechando lo que los demás desechan -

-¿Ve aquellas rejas?- preguntó el anticuario, mientras con el dedo índice señalaba unas mohosas rejas de hierro que habían conocido tiempos mejores. –Proceden del derribo de un viejo palacio, creo que de un virrey del Perú. Este tipo de cosas yo las recojo o se las compro antes de que las tiren. En el fondo les hago un favor.

- ¡No me diga!, exclamó Antonio. ¿Y por qué derribaron el palacio?

- Para edificar una urbanización de casas adosadas.

-¡Qué barbaridad!, se admiró aún mas Antonio. ¿Y el Concejal de Urbanismo no dijo nada?- ¿Qué va a decir? el promotor era un primo suyo.

- Pero... la gente del pueblo debería haber dicho algo – replicó Antonio angustiado.

-¡Quiá! Nadie aprecia nada. ¿Ve aquel brocal de pozo?

- Si-, dijo Antonio temiendo que iba a ser testigo de otra historia de terror.

- Cuando fui a recogerlo, en el derribo de un caserón muy antiguo, los obreros se calentaban las manos en un fuego que alimentaban con los restos de un artesonado mudéjar.

-¡Qué horror! la gente de este país no tiene remedio-, concluyó Antonio, conclusión a la que ya había llegado en demasiadas ocasiones, para desesperación suya.

- Si, amigo mío- reflexionó el anticuario,- la codicia y la ignorancia, juntas, pueden hacer mucho daño, pueden destruir la memoria de un país y, con ella, el país mismo.

Mientras tanto, Manuela miraba con gran curiosidad una tinaja con una palmera seca. Si hubiéramos podido entrar en su interior, habríamos notado como su corazón latía desbocado. La tinaja era una orza de mediano tamaño, que reposaba sobre un hermoso soporte de hierro forjado. Se veía claramente la firma del alfarero que tan bien conocía Manuela. La ansiada tinaja, la tinaja que faltaba para descifrar el mensaje, tal vez estaba delante de ella.

Antonio, que no perdía de vista a su esposa, notó enseguida que había llegado el momento de buscarse la “ventana baja”. Dirigiéndose de nuevo al anticuario, le preguntó.

- Hablando de otra cosa. Si consigue el género a precios tan bajos o gratis, los precios de venta serán baratos ¿no?

-¡Hombre!-, se sorprendió el anticuario. Las cosas antiguas por el hecho de serlo tienen un precio elevado, porque hay gente dispuesta a pagarlo. ¿Ve este reloj de pulsera? Hoy es una cosa corriente, pero dentro de quinientos años valdrá más que su peso en oro.

- Hoy día- replicó Antonio, - los comerciantes y las empresas en general, buscan la excelencia en la satisfacción de las necesidades del cliente. Por una compra les dan tantas cosas que parece que no hacen negocio. Buscan, por encima de todo, fidelizarlo.

- ¿Qué quiere usted decir?- preguntó, curioso, el anticuario.

- Pues hacer que el cliente compre en nuestra casa, sin pensar en comprar en la competencia. Es una cosa que en los Estados Unidos se está imponiendo y, ¡ya se sabe! cuando en los Estados Unidos se impone una cosa acaba exportándose a todo el mundo.

En ese momento Manuela se acercó a los dos hombres.

- Me interesa aquella tinaja -, dijo, mientras señalaba en dirección a la misma.

- La palmera está seca - contestó Antonio, pensando para sus adentros ¡qué tonto soy!

- ¡Qué tonto eres!- , replico Manuela. – No quiero la palmera, quiero la tinaja -

El anticuario que vio una compra segura, terció:

- ¡No se preocupen! yo la vacío, se la limpio y se la embalo para que puedan transportarla con toda comodidad.

- No cabrá en el coche - contestó Antonio, en un último intento de disuadir a su esposa, intento que, ya lo sabía, estaba condenado al fracaso.

- No es grande y sí cabe en el coche -, replicó Manuela dando la discusión por zanjada.

En aquel momento entró la esposa del anticuario. Se congratuló que hubieran encontrado algo de su gusto y ponderó mucho la tinaja. El marido no recordaba donde la había conseguido.

Tal vez, por la firma del alfarero que aparecía claramente grabada, podría saberse su origen.

-Bueno. ¿Y cuánto cuesta? – inquirió Antonio con todo el candor del mundo.

Los dos contestaron al unísono, sin dudar. El precio era, ciertamente, elevado.

-¿Y no cabría alguna rebaja?- inquirió Antonio.

-No-, contestó el anticuario,-tenga Vd. en cuenta su antigüedad-.

-Bueno nos la quedamos- repuso Manuela. -Nos vamos el sábado ¿Podemos venir a
recogerla ese día por la mañana?-

Aquí hubo un momento de tensión. La esposa, muy seria, casi desagradable, dijo:

 -El pago debe ser al contado, en efectivo y ahora -. Se justificó diciendo: -Tenga Vd. en cuenta que hemos tenido otros casos donde nos han dejado con la mercancía embalada y no se han presentado a recogerla ni, por supuesto, a pagarla.

- Es que no tenemos tanto dinero encima, y los bancos están cerrados a estas horas ¿Podemos pagar una señal ahora?-.

- Sí, pagamos ahora la señal que digan Vds. y el resto lo abonaremos el sábado cuando vengamos a recogerla. –dijo Manuela, temerosa de que se escapase aquella oportunidad.

La esposa del anticuario presentaba un semblante inexpresivo, como queriendo decir que no daba su brazo a torcer. Entre los cuatro se interpuso un silencio que casi se podía cortar.

Finalmente, la tensión fue aliviada por el anticuario quién, conciliador, aceptó la oferta de Antonio.

- Bien, páguennos el veinte por ciento del precio y el resto cuando vengan a recogerla.

- De acuerdo -, dijo Antonio, mientras sacaba de su cartera algunos billetes de Banco.

El anticuario se dirigió a un pequeño bargueño seguido por Antonio. Una vez sentado expidió un recibo por la cantidad estipulada, que le entregó mientras éste hacía lo propio con el dinero.

Una vez hecho el pago, y ya todos contentos, Antonio hizo una pregunta inocente:

-El soporte de hierro está incluido ¿verdad?-

-¿Cómo no va a estar, señor?, la tinaja sin su soporte estaría incompleta- contestó el marido.

Dio la casualidad que, en ese momento, Antonio estaba mirando a la señora. Percibió primero una expresión de sorpresa, seguida de una mirada asesina.

Antonio tomó a Manuela por el brazo y la llevó hacia la puerta:

 -Nosotros nos vamos, que tenemos muchas cosas que ver. Lo dicho, el sábado a primera hora estaremos aquí-.

 Ya en la calle, Manuela preguntó la razón de despedida tan precipitada.

 -Calla, calla, ¿No has visto la expresión de la señora? Ahora a ese buen hombre le debe estar echando una bronca terrible-.

Y tenía razón, pues en el mismo momento, en la tienda de antigüedades se estaba desarrollando una escena en la que la esposa del anticuario, con los brazos en jarras, se enfrentaba a éste, echándole en cara el regalo del soporte.

- Por ese soporte de hierro forjado, podríamos haber sacado otro tanto- le decía furiosa.

- Les estaba fidelizando- contestó éste, tratando de salir del apuro. -¿Sabes que es fidelizar?

- ¡Qué fidelidad ni que pamplinas! estos están de paso y no van a volver más! gritó la esposa echando fuego por los ojos.

Los días pasaron rápidamente. El viernes fueron al Banco para extraer el dinero que necesitaban. Y, por fin, llegó el sábado.

A primera hora ya estaban en la tienda de antigüedades, donde les recibió el anticuario, no tan sonriente como la primera vez. La tinaja y su soporte estaban embalados en unos plásticos transparentes. Con algún esfuerzo, los dos hombres sacaron ambas cosas de la tienda y las introdujeron en el maletero del coche. Una vez estibadas en el mismo, Antonio se fijo por primera vez en la tinaja. A través de la cubierta de plástico vio la firma del alfarero y debajo unos extraños signos que parecían imitar la firma pero que, claramente, diferían de esta.

- Bueno-, dijo Antonio, - creo que toca pagar el resto.

El anticuario esbozó una sonrisa y ambos se dirigieron al bargueño”. Se sentó en el mismo y comenzó a rellenar el formulario del recibo, mientras Antonio sacaba los billetes de su cartera y los contaba antes de entregárselos al anticuario. Éste, mecánicamente, entregó el recibo a Antonio mientras recogía y guardaba en su cartera los billetes que le entregaba.

- Cuéntelos, apremió Antonio.

- No es necesario -, contestó el anticuario.

Más por dar conversación que por verdadero interés, Antonio preguntó por los signos de la tinaja.

El anticuario le contestó que era la firma del alfarero.

- Los alfareros, continuó, firmaban sus obras como los pintores y los escultores, algunos deformaban las letras, con lo que elaboraban una firma propia, como si fuera una marca de fábrica.

- Ya veo. ¿Y los signos que hay debajo?

- ¡Ah!, ¿¡eso!? ¡nada!, - y le dio una explicación como para salir del paso sin dar importancia a la cosa. Sin embargo Antonio era tozudo, por lo qué insistió.

En la calle, Manuela les esperaba visiblemente satisfecha. Mirando al interior de la tienda vio que los dos hombres estaban hablando, incluso le pareció como que el anticuario devolvía dinero a Antonio. Al momento, ambos se pusieron en marcha dirigiéndose hacia la puerta.

Una vez hechas las despedidas de rigor, los dos se subieron en el coche y emprendieron la marcha. A esas horas del sábado las calles estaban desiertas por lo que rápidamente salieron de la ciudad. Entraron en la carretera comarcal y enfilaron hacia la autovía, a la cual llegaron poco después.

Cuando llevaban un buen rato en la autovía. Antonio preguntó a Manuela la razón de capricho tan caro.

- Bueno, le contestó, tú sabes lo que me gustan las cosas antiguas y esta tiene la misma firma que las macetas de las aspidistras de casa.

Antonio pareció conformarse con ésta respuestas y el viaje continuó sin novedad.

Al cabo de algunas horas llegaron a su casa.

Siempre que llegaban de un viaje, Manuela saltaba rápida del coche hacia la casa, mientras Antonio descargaba el equipaje. Esta vez no fue distinto, salvo que Manuela llamó a grandes voces a su madre, mientras iba a buscarla Antonio, entre tanto, descargó el equipaje. Ya había colocado la tinaja en el suelo, cuando aparecieron las dos. La madre de Manuela era como ella misma, 20 años mayor.

- Mira, mira-, mientras rompía el plástico que cubría la tinaja dejando al descubierto la firma y los signos que había debajo.

- ¡Oh!, exclamó su madre, - No me lo puedo creer, si tu abuelo viviera estaría ya estaría descifrando el mensaje.

-¿Qué mensaje?, inquirió Antonio un tanto amoscado.

- ¡Ah! ¿No te lo había contado?, contestó, melosa, Manuela.

- ¿Contarme, qué?, replicó Antonio, mas amoscado aún.

- Si, hombre, yo creo que te lo he contado alguna vez, pero es que es una cosa que no tenía importancia. Ahora ya si la tiene.

- No entiendo nada-.

- Creo que hemos hablado de esto hace muchos años. Nosotras tenemos un antepasado alfarero, del cual son las tres macetas de aspidistras y ésta tinaja es la cuarta.

El tal alfarero dejó su dinero en alguna parte de ésta casa y hay que juntar las cuatro piezas para leer el mensaje que dice dónde está.

- Si tú lo dices, será verdad, pero yo no recuerdo nada- replicó Antonio. ¿Dónde está el mensaje que debe ser leído?, preguntó, escéptico.

- Esto-, dijo Antonia señalando los signos debajo de la firma.

-¿¡Esto!? El anticuario me dijo que lo había hecho un nieto pequeño suyo, tratando de imitar la firma-, dijo Antonio como la cosa más natural del mundo.

-¡¿Eh?! No puede ser -, contestaron madre e hija, mientras se dibujaba una expresión de frustración en el rostro de ambas.

-Sí puede ser- contestó triunfante Antonio - conseguí una rebaja de última hora a costa de esas marcas-, mientras reía a carcajadas.

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