La angustia que nos define
Topológicamente la angustia implica estrechez, alejándonos de una perspectiva que, real o ilusoriamente, nos ha permitido sentirnos protagonistas de nuestros pasos. Por otra parte, temporalmente nos expulsa del “ahora”, inclinándose siempre a algo futuro, de algún modo inminente, pero que todavía no ha llegado del todo.
La angustia languidece cuando encontramos una base segura, cuando podemos anclarnos en una estructura firme. Esta base segura tanto la podemos encontrar en la reafirmación del ego como en su disolución. En cierto modo, “angustiar-se” es el modo fundamental de “ser-en-el-mundo”, en cuanto que constantemente estamos expuestos a la irrupción de la nada. La angustia surge mientras transitamos con una cierta conciencia de nuestra identidad individual y, al mismo tiempo, con la certeza de nuestra provisionalidad. Así, para soslayar la angustia básica, que es inherente a nuestra finitud, podemos tanto ansiar la independencia como aspirar a la dependencia. El modelo propuesto por Fritz Riemann establece cuatro maneras de estar en el mundo:
1.- El esquizoide que tiene miedo a renunciar a uno mismo, a experimentar la disolución de su ego.
2.- El depresivo que tiene miedo a autorrealizarse, sintiéndose desprotegido y aislado.
3.- El obsesivo que tiene miedo al cambio, sintiéndose inseguro ante la transitoriedad de la existencia humana.
4.- El histérico que tiene miedo a lo permanente, que lo experimenta como algo irrevocable que lo esclaviza.
Las cuatro estructuras de personalidad son normales, en cuanto son estilos de “ser-en-el-mundo” y representan distintos modos de buscar un sostén. Si estos estilos son unilaterales y excluyentes pueden tipificarse, como ha hecho el psicoanálisis, en la cuatro variantes neuróticas del carácter: esquizofrenia; depresión; compulsión e histeria. Así, la angustia patológica es el sufrimiento por la imposibilidad de hallar en la vida seguridades absolutas. Tenemos que vivir en la intemperie, cobijándonos en moradas provisionales. La angustia se enquista, magnificándose aún más en las sociedades conceptualizadas como líquidas, del riesgo o de la incerteza.
La angustia primigenia es la angustia de donación (esquizoide): cuando entregamos un pedazo de nuestro propio ser a un semejante y, por consiguiente, estamos más indefensos y vulnerables. Sin una cierta seguridad –se ha propuesto que un apego consistente y seguro es el predictor más fiable de la salud mental- no hay posibilidad de donación, porque el yo al sentirse amenazado se repliega o agrade. Otra angustia es la del devenir de uno mismo (depresivo), de individuación, cuyo dominador común es la angustia de soledad. Por otro lado, cada uno se enfrenta, a su modo, con la angustia de transitoriedad (obsesivo) al vivenciar que todo tiene un fin, que llega un momento que lo que estaba dejara de estar. En cuanto más necesidad tengamos de firmeza, de retener algo, de conservarlo tanto más sucumbiremos a la angustia de transitoriedad. El cuarto tipo es la angustia de fijación (histérico), que aspirando a la libertad, al libre albedrío, se acongoja ante la lógica y las limitaciones de la realidad.
Al encontrarnos “cara a cara” con la angustia -que nos hace ser quienes somos- crecemos, maduramos y nos desarrollarnos como personas. Asimismo, aceptando y superando nuestra angustia crece en nuestro interior un nuevo poder. El dominio sobre la propia angustia nos hace resistentes, mientras la huida nos debilita.
La angustia se gesta con los temores infantiles. Nuestra patria es la infancia y, a pesar que habitemos en diferentes confines, no podemos olvidar nuestros orígenes. Nadie es un apátrida porque el pasado –agazapado y doloroso, o, visible y aceptado- es quien enfoca el presente. De este modo, hay que revisar y asimilar el pasado, hasta donde sea posible.
El destino va fraguándose en la forma que respondemos a las exigencias de nuestro entorno. Podemos distanciarnos o identificarnos con las exigencias. Así, nos adaptamos o nos transformamos con los mandatos heredados. Todos experimentamos los cuatro impulsos –distanciamiento, identificación, adopción y transformación- de manera simultanea, aunque en distinto grado.
La perfección y la plenitud son ideas irrealizables, pero podemos transitar con alegría en los páramos de la incerteza. Hemos de intentar ser fieles a nosotros mismos, defender nuestra individualidad, evitar todo tipo de dependencia, comprender el mundo, mediante el conocimiento, y vivir sin temor a perder nuestro propio ser. Caminamos con nuestros pies, pero cabe intentar, a través del amor, liberarse de un “yo” que nos estrecha y reduce.
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