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Una historia de leyes y juramentos

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Los tres eran abogados; los tres eran amigos y los tres juraban que conocían como ninguno a su ciudad y, sobre todo, los sitios en donde ofrecían los más exquisitos manjares porque, la verdad sea dicha completa, los tres tenían un apetito extraordinario.

Cierto día Basilio le contó a Starlin y a Juan sobre su último descubrimiento en materia gastronómica: cierto restaurante popular, al cual podía quedarle incluso grande este nombre, ubicado en las afueras de la ciudad en donde ofrecían todos los domingos al mediodía el más delicioso y singular plato de los alrededores: sancocho de ojo. De este plato se decía que tenía ciertas propiedades convenientes para estimular la virilidad, la fuerza y la buena salud.

Su propietaria era Petrona, una morena robusta, quien tenía excelentes relaciones con los carniceros y los clientes, lo cual le servía para comprarle frío a los primeros, lo que luego vendía caliente a los segundos. En el caso de la materia prima para su innovadora sopa, se las arreglaba de alguna manera para monopolizar el mercado de los ojos de vaca. Bien es sabido que las vacas de verdad verdad solo tienen dos ojos y que no eran muchas las que sacrificaban por aquellos días en el pueblo, pero la señora disponía siempre, quién sabe cómo, de una buena provisión para atender diariamente a un centenar de ávidos comensales quienes no seguirían siendo fieles si en cada plato no apareciera el negruzco ojo de vaca al lado de la abundante yuca, al altiva papa y el infaltable plátano verde.

El día en que Juan llegó con Starlin y Basilio la olla humeaba y desprendía un agradable olor a comida criolla. Los tres pidieron el primer plato y procedieron a devorarlo en cuestión de dos minutos; cuando solo quedaba algo en el fondo les habían proporcionado un nuevo servicio y después de este vino el tercero. Starlin hizo una pausa, no porque se hubiera saciado, sino porque se le había acalambrado el brazo de tanto ejercicio en el transporte de la cuchara. Sus amigos, sin embargo, no perdonaron la nueva ración la cual era tan generosa como las anteriores.

Juan pagó satisfecho de cumplirle a su gallada el juramento de pagarles el almuerzo por lo menos una vez al año. Cada cual se fue por su camino con la promesa de que el próximo domingo regresarían al mismo lugar en donde doña Petrona casi vaciaba la enorme olla, fuente principal de sus ingresos para criar a diez vástagos y mantener un marido medio enamorado de la flojera.

Unos minutos después Juan reposaba plácidamente en su cómodo lecho pero de un momento a otro le molestó el monótono giro del abanico de techo destinado a refrescar la habitación.

-Catalina…dijo a su mujer. Apaga ese abanico, que ya me tiene mareado.

A “Cata” le pareció muy rara la solicitud porque desde hacía cinco años disfrutaban del buen servicio de su acondicionador de aire. Mientras ella reflexionaba Juan insistía en pedirle que apagara el inexistente ventilador. El color pálido de su hombre y sus ojos blancos la hizo comprender que algo estaba mal y no perdió un segundo en pedir ayuda a los vecinos para montarlo al automóvil y llevarlo al hospital.

Una hora después, cuando Juan despertó con una aguja metida en el brazo pudo ver a Catalina, quien lo tranquilizó diciendo:

-“Se te subieron el colesterol, los triglicéridos y el ácido úrico, pero ya te están atendiendo”.

-¿Y quiénes son ellos? Preguntó en referencia a un tumulto de personas que permanecían en la misma sala.

-“Ellos, dijo Cata” son los familiares de Basilio y Starlin”

-¿También están aquí?

-Sí. Llegaron primero que nosotros. Parece que lo de ustedes es una epidemia que se ha desatado en la ciudad.

Juan comprendió que su amada esposa no conocía la verdad y juró que por intermedio suyo nunca la conocería.

-Cerró los ojos y entregó al dulce sueño. Pero primero se juró a sí mismo que jamás iría de nuevo a un restaurante cuya propietaria se llamara Petrona y tuviera diez hijos y un marido aficionado a la flojera.

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