Diario 25-3-08
25-3-08
El Derecho Penal, como todo el mundo sabe, es un dios polígamo. Su primera esposa, por orden de antigüedad, se llama Castigo. Es una mujer adusta, sin matices, tributaria de un sentido lógico y práctico de la vida que olvida su disfrute. No es extraño que a nadie le produzca simpatía ni su rostro avejentado y tortuoso ni su carácter empecinado en el dosmásdossoncuatro. La segunda esposa, también por orden de antigüedad, recibe el nombre de Reeducación. Ella es dócil, amorosa y con un punto de ingenuidad que a veces hace dudar de su inteligencia. A nadie disgusta su presencia aunque muchos la aprovechan para hacer de su capa un sayo. Con ambas mujeres vive el Derecho Penal procurando contentar a las dos sin disgustar a ninguna. No es fácil. Recientemente, Castigo le reclamó ¡siempre igual! incrementar el número de delitos y la dureza de las penas. Era necesario pues los hombres habían aprendido a utilizar los automóviles como armas letales causando infinitos males y precipitando a la muerte muchas almas valerosas de héroes, presa de perros y pasto de aves. El Derecho Penal se revolvió en su trono y consideró acertada la petición de su primera esposa, pero, por no incomodar a la segunda, también escuchó su opinión. Ésta, con su habitual tono meloso, comenzó exhortándole a contemplar con benevolencia los errores de los hombres. “Son humanos -le dijo- y errare humanum est”. Reconoció, sin embargo, que la amenaza de Castigo podía alumbrar en los hombres la idea de la prudencia y, de este modo, evitar tantas desgracias. “Pero te ruego, esposo mío, que le concedas a las sombras humanas el derecho a rectificar y no destroces su vida con terribles y amargos castigos de los que no puedan recuperarse. Permíteles hacer trabajos sociales que beneficien a toda la sociedad humana y, en cierto modo, la resarzan de los males causados”. El divino Derecho Penal también estimó acertadas las palabras de su segunda esposa y exclamó: “Las dos me dais buenos consejos. Ahora, dejadme deliberar”. Y deliberando se durmió. Y despertando le urgió su primera esposa a tomar una decisión. “Hum, he decidido haceros caso a las dos. Serán delictivas esas conductas. Serán condenados a prisión los culpables. Pero podrán permutar el frío de las cadenas por trabajos en beneficio de la comunidad”. Sus palabras resonaron por todo el mundo de los hombres que las escucharon con admiración y respeto. Al principio las cumplieron, pero un día uno de ellos alzó su voz al dios del Derecho Penal y dijo: “¡Oh, divinidad!, ayúdanos porque no tenemos ningún trabajo que darle a los culpables”.
A Curuxa
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