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“La posmodernidad y el arte, ¿nueva era neobarroca?”

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“La posmodernidad y el arte, ¿nueva era neobarroca?”

“La posmodernidad y el arte, ¿nueva era neobarroca?”

“(…) El hecho de que el mundo pase a ser imagen es exactamente el mismo proceso que aquel en que el hombre pasa a ser subjectum dentro de lo existente (…)” (1)

Martin Heidegger

La modernidad como fenómeno fue una etapa de constante innovación que contuvo en sí misma cuatro proyectos fundamentales: la secularización del arte; el proyecto expansivo, con el conocimiento del mundo desde la ciencia, el Dios de los modernos; el proyecto renovador, que regula el cambio y plantea la noción de ruptura y de lo novedoso como una manera de llevarlo a efecto y por último, el proyecto democratizador, con el leiv motiv de que el conocimiento es único e indivisible y por tanto universal, al alcance de todos, más allá de diferencias étnicas, sexuales o culturales, porque es aprehensible y cultivable por la vía de la razón.

La formulación de estos proyectos apunta al concepto de autonomía, ajustable a todas las esferas de la vida y especialmente al arte, como espacio de creación por excelencia, donde se pueden generalizar experiencias cultas y convertirlas en hechos colectivos, por tanto, la condición moderna concibe la Historia como un proceso unitario que implica una realización “progresiva” de la humanidad, por lo que se hace factible la idea de “progreso” íntimamente ligada a la noción de “historia”. Solo si existe ésta es posible hablar de aquel y es precisamente debido a esto que la Modernidad termina cuando ya no es posible hablar más de la historia como ese proceso unitario con un centro ordenador de los “acontecimientos” y que responde a una representación que las culturas dominantes –léase Europa primero y posteriormente todo aquello considerado primer mundo-, han construido sólo desde  su punto de vista, el “supremo”, el de los vencedores, y que de hecho niega las “historias” de las culturas dominadas, primitivas o inferiores, quienes, en un momento dado se “rebelaron” y problematizaron esta concepción, que, en última instancia responde a la civilización “más evolucionada” , y que simplemente se ha revelado, hoy por hoy,  como un ideal entre muchos otros, muy atrayente sin dudas, pero que constituye en sí mismo una variante a escoger, ni mejor ni peor que las demás.

El advenimiento de la sociedad de la comunicación, de los mass medias,  constituyó un factor importantísimo que marcó profundamente el fin de la modernidad, como ejemplo caracterizador de una sociedad  cada vez más compleja, más caótica, y paradójicamente, más emancipada, a partir de una multiplicación generalizada de diferentes “visiones del mundo”, proporcionadas por el uso, -y a veces abuso-, de los medios tecnológicos. Este interés en la información ha generado el surgimiento de un “mercado” que continuamente se dilata, exigiendo la conversión de todo en objeto de comunicación, con lo que las fronteras tienden a desaparecer, y las llamadas subculturas salen a la luz, pluralizando el panorama cultural, y provocando el tránsito hacia el estadío que negaría la Modernidad, y que en cierta forma la superaría: la Postmodernidad.

Ahora bien, ¿esta apertura mediática a la multiculturalidad y a la interculturalidad ha hecho posible el mejor conocimiento de nuestra realidad? De hecho no. Esta libertad informativa y el bombardeo de noticias a través de los medios que esto supone -en los cuales y sobre todo en la contemporaneidad, Internet ha ocupado un lugar primordial-, ha hecho cada vez menos concebible y creíble la idea misma de una realidad. In facto, ésta se constituye a partir de las imágenes proporcionadas por los medias, por lo cual esta sociedad posmoderna se construye sobre la erosión-destrucción del propio “principio de la realidad” objetiva  y “vivible” y la implantación de la poética de las imágenes-mercancías del mundo ¿fantasmático? de los mass medias. Esta visión genera una creación de la Historia a través y a partir de la simultaneidad que permiten, por ejemplo, las técnicas televisivas y la  digitalización del mundo ¿real?, haciendo que la posición del artista en este mundo posmoderno se dicotomice entre la esquizofrenia, -arte mayor, arte menor, galería y mercado-, y el cinismo, marcando un cambio de valores, de la razón al mercado, -cambio de Dios-, que “libera” al artista de la noción de “lo trascendente” moderno,  y lo sumerge en el “arte del acontecimiento”, donde lo importante es tener éxito.

La Posmodernidad, como todo movimiento  renovador, puso en crisis ciertos conceptos considerados inamovibles por la Modernidad, y principalmente, la categoría histórica de la autonomía del arte, pretendiendo romper el elitismo autárquico impuesto por una minoría intelectual a la sociedad, y buscar una popularización de la cultura  a  través de la invención festiva, fantasiosa y teatral que parte de códigos del pasado, -negados por la Modernidad como carentes de valores-, y de elementos vernáculos de cada región o país, trabajándolos como signos culturales que combina subjetivamente, manipulando sus significados.

El posmodernismo no pone entre paréntesis ni suspende el referente, sino trabaja en problematizar la referencia. Mirar a los orígenes es en sí mismo un proceso de hacer mitos: detrás de toda representación yace otra en espera. La tarea del posmodernismo crítico es, literalmente, tomar cosas. Paradójicamente, la Posmodernidad reivindica de cierta manera este concepto al autonomizar la creación del artista para sí mismo y para el público, priorizando el espectáculo, -ritual efímero-, que niega la originalidad, -principalmente en sus inicios-, y que provoca “un encuentro con la realidad”, otra utopía más, o el fin mismo de la utopía, puesto que la realidad es “massmediática”, o al decir de Boudrillard, “mise en scéne”, un producto de la realidad de los medias.

Nuestra sociedad posmoderna se ha valido además de otros recursos para ampliar la acción del conocimiento en este mundo de múltiples préstamos y cambios y, por ejemplo, ha utilizado la “intertextualité” como medio capaz de conformar una originalidad muy particular, que parte y termina en la persona del lector como único ente capaz de hacer “las conexiones entre texto, interpretante e intertexto, el único en cuya mente tiene lugar la transferencia semiótica de signo a signo” (2), y que ha terminado por constituirse en objeto de culto para los nuevos amantes del texto, tematizándolo y usándolo como  referencia interpretativa a otros textos.

La intertextualidad se instaura como vocablo desde fines de la década del sesenta, con los estudios de Julia Kristeva a partir de la obra del teórico ruso Mijail Bajtín  y utiliza varios recursos para su ejecución:la cita, la parodia, la toma de una fuente, las influencias, las ironizaciones, el cliché y el estereotipo, y éstos fueron exhaustivamente usados por todos los artistas de esta neovanguardia, en primera instancia por los escritores, pero luego se extrapoló hacia otras zonas de creación como la plástica, la música, el teatro y la danza.

Para Omar Calabrese, la Posmodernidad se debe leer como una “edad neobarroca”, donde se ve la yuxtaposición de discursos completamente diferentes que nunca antes se habían superpuesto, donde la pluriexpresión  a partir del propio sujeto es el centro de una heteroutopía que constituye a “los mass medias” como el otro antropológico de la sociedad actual.

Los medios y el desarrollo cada vez más creciente de la ciencia y de la tecnología, hacen que el mundo -irreal y personal- se vislumbre y concretice a partir de la relación particular que se establece entre el hombre -perceptor activo y pasivo de la información- y los medios -televisión (por cable), Internet, Facebook, Sonico- y que parte de la íntima relación que establece con su PC –el computador personal- y la navegación digital, sumergiéndose en el océano de información -manipulada- que ésta nos brinda y que crea un estado de alienación no equiparable siquiera al que produjo en el hombre, -en especial en los artistas-, la Revolución Industrial con sus ideas -ya comentadas- de evolución y progreso, porque esta nueva etapa es voluntaria y agradablemente recibida y asumida por los nuevos fanáticos del desarrollo, los “computarónomos”, “internautas” o “ciberinternautas”, que generan una relación de dependencia del medio tecnológico equiparable solamente a la que proyecta un bebé hacia su madre durante los dos primeros año de vida.

Con el arte ocurre lo mismo. La tecnologización de la sociedad, definida ya por Jean-Claude Passeron como “civilización de la imagen”, virtualiza sus esferas de acción y facilita el “encuentro” con la obra de arte, haciendo su percepción -y recepción- más íntima y personal, teniendo solo como mediador  a la pantalla de su ordenador.

En las artes escénicas, como representaciones que necesitan de la visualidad y del sentido auditivo para su disfrute, la posmodernidad y el desarrollo tecnológico resultan altamente significativos, en especial,  por el formidable campo de experimentación que constituye el diseño escénico, para el teatro y la danza, en particular para esta última, por todo lo rica que puede hacerse la experiencia coreográfica para la pragmática visual del espectador.

En realidad, en el mundo contemporáneo la escenografía y los recursos escénicos se solucionan mayormente desde la tecnología, a partir del uso de medios como la electrónica, el cine, el datashow, unidos a los elementos kinético – danzarios, que explotan las potencialidades escénico - técnicas de los bailarines.

En el universo danzario cubano se han visto -fundamentalmente en el último decenio del siglo XX- varios ejemplos que trabajan y que parten de la apropiación del lenguaje posmoderno en sus propuestas coreográficas, desde el quehacer de creadores y compañías cubanas y foráneas.

La obra “Charmes” de Karine Saporta es un mosaico plástico con medios audiovisuales que reflejan los tonos cromáticos del azul sobre todo el proscenium, incidiendo en la piel de las bailarinas a manera referencial del Mediterráneo, mezclando electrónicamente el sonido de las olas del mar con imágenes de bloques grises extraídos de la memoria, rocas que emergen del fondo del océano, simultaneando su visualidad con las diapositivas proyectadas hacia el foro,  - diapositivas además que constituyen la única escenografía de la obra-, y que transportan al espectador al mundo clásico antiguo, a la Acrópolis de Atenas, y a las obras escultóricas producidas en los períodos clásico y helenístico,- los Propileos, la Niké de Samotracia, Afrodita de Cirene-, involucrándolo en un charme que parte de las intérpretes y que culmina en el público, transformando el espectáculo en un mito, -narrativo, fantástico, contrapuesto al pensamiento científico, lógico y racional-, donde las tragedias griegas, -y los personajes femeninos  de éstas: Yocasta, Medea, Antígona,  Fedra-, se reconstituyen a partir de las historias, -psicológicas-, plásticamente representadas por las bailarinas, en un mundo donde lo posmoderno se mezcla con lo mítico.

“Nayara, mira pero no me toques”, del argelino Samir Akika y de los bailarines de la compañía Danza Contemporánea de Cuba, estrenada el 3 de diciembre del pasado año (2004) en el teatro Mella, con un diseño de luces de Eduardo Arrocha, trabaja también lo contemporáneo posmoderno desde la concepción del absurdo,  que se organiza en lo extraordinario cotidiano, -lo real maravilloso de  Alejo Carpentier y el realismo mágico de García Márquez-, a partir de la fragmentación de las historias, que simultanean el texto poético, la banda sonora, -toda en inglés- y las múltiples lecturas, confeccionando un mosaico irreverente, conceptual y posmoderno de La Habana de principios del siglo XXI. Con este fin el coreógrafo usó imágenes caleidoscópicas yuxtaponiendo los discursos kinéticos y textuales en la escena: uno, el de los propios bailarines en el espacio físico del escenario; y el otro, el de ellos mismos proyectados en el foro, a partir de una multimedia, donde las historias, -personales y colectivas-, se mezclan e interactúan en una estética del absurdo, en un juego metafórico, donde la paradoja, la ironía y lo fragmentario son las técnicas aplicadas por Akika para sorprendernos continuamente.

La compañía Danza Combinatoria también se inserta en esta visualidad posmoderna y mediática, donde las referencias intertextuales son el leiv motiv de toda la obra. El trabajo coreográfico “Dador” que parte de la recreación que hace  Rosario de Paradiso, de José Lezama Lima, -en particular del fragmento donde se lleva a efecto la relación sexual entre Fronesis y Lucía, donde el personaje femenino es quien hilvana y desarrolla toda la historia-,  y de la apropiación de signos referenciales de la historia de la cultura universal, -la Diosa de las Serpientes, “El jardín de las delicias”, de El Bosco, la astrología.

La obra se apoya en un diseño escenográfico trabajado a partir de presupuestos minimalistas, donde lo más importante es el uso de paracaídas en la escena que cumplen una doble función, escenográfica, -apoyo a la dramaturgia de la obra-, y sígnica, -sirve como punto de unión y fusión de todos los bailarines-, donde el matiz cromático se logra a partir de la luminotecnia, -recurso tecnológico y altamente pragmático-,  y de las convenciones simbólicas del color como proyecciones escénicas del mundo psicoespiritual del hombre.

La creación de museos virtuales y multimedias de las colecciones de los grandes museos del mundo, hacen que cada vez sea más cuestionable el traslado al país de referencia para disfrutar in situ de la obra, si es posible hacerlo sin moverse de casa, y lo mismo sucede con la creación, el videoarte, las técnicas digitales, la exacerbación de la idea, del concepto por encima de la factura, del oficio, haciendo que éste se diluya y quede como simple referencia a lo que fue, o como ejercicio de clase, y se apele más a la creación “virtual”, “vendible” también a través de Internet, en subastas digitales, en las que es posible adquirir una obra solo utilizando el mouse.

Los artistas plásticos asumen la realidad  -y la proyectan- desde nuevas visiones, donde la paradoja, el placer, lo contradictorio, lo heterogéneo, lo subjetivo, lo fragmentario, lo metafórico, lo narrativo y la ironía, son combinados aleatoriamente -en ocasiones- por el sujeto creador, a través de los cuales liberará al arte de su carácter esencial y trascendente, transgrediendo el lienzo para involucrar el concepto, la palabra, en obras donde aparece el Kitsch como estética, -o antiestética-, y “los mass medias”, así como la incursión en otros campos artísticos que involucran al hombre como ente activo en el proceso creativo–expositivo, -y hablo ahora del fenómeno que dio a luz a los happenings, al arte de la performance, al body art, al enviroment, a las instalaciones-, que conjuga nuevos medios expresivos en espacios virtuales, multimedias o intermidium, y que explicitan que “(...) son las posibilidades de la tecnología las que deben evaluarse desde la perspectiva del arte como vehículo de lo trascendente(...)” (3), de esta suerte son múltiples los ejemplos que  en la plástica contemporánea actual construyen metadiscursos tecnovisuales.

La creciente tecnologización del arte como fenómeno posmoderno implica riesgos múltiples por su exacerbado énfasis en la conciencia intelectual y literalista, imagen y memoria, donde el extrañamiento del cuerpo y de la emoción motiva una inconsciencia colectiva, caracterizadora del optimismo tecnológico de nuestro tiempo, que, por no poder compaginar la velocidad cerebral del  hombre con la del desarrollo de la máquina, exige el cultivo de una sensibilidad que soporte y sea reflejo del paso acelerado de la cultura de fines del siglo XX y de principios del XXI. Deber es entonces del arte el representar, a partir de las imágenes de la cotidianidad, el complejo universo de la convivencia humana, -todo aquello que se le escapa a la óptica humana-, tratando de captar además el cúmulo de experiencias sensoriales del hombre.

La cibercultura, esa cultura “domesticada” con dispositivos tecnológicos, propone además, un culto al “voyeurismo” que se concretiza en una identidad del gusto por el desnudo electrónico, -el poder ser vistos por todos de forma digital cautiva a este hombre cibernético-, como un estadío mutante de una sociedad del espectáculo donde todo se mueve a través de los terminales informáticos y de los circuitos de video.

La obra de Deborah Nofret se vale de este instrumental informático para componer un retrato colectivo fragmentado de una época poshistórica, delimitada por el acontecimiento eventual, donde el tiempo de la máquina se confunde con el del sujeto y que obliga al artista a reubicarse dentro de un mundo híbrido entre lo real y lo virtual. La artista trabaja un género tradicional como el retrato desde el dispositivo digital, haciendo una alegoría de esta sociedad telemática marcada por la incomunicación. Su arte se articula a partir de una estética de la ausencia, de la desaparición, manipulando la fotografía y creando un doble digital que disuelve el cuerpo o lo muta en múltiples posibilidades físicas y conceptuales, donde la materia orgánica se funde con los dispositivos electrónicos y crea un híbrido que se inserta dentro del net – art.

La Posmodernidad (¿contemporaneidad?) y la tecnología se manifiestan también con una fuerte carga conceptual y escénica, trabajando el espacio a partir de una estética minimalista que centra su atención en el receptor y en todos los fenómenos perceptuales que se establecen entre éste y la obra, manipulando el espacio,   -físico y psicológico del hombre y del yo colectivo-.  Éste  es el caso de la obra de dos artistas que representan dos visiones diferentes de un mismo fenómeno, Olaffur Eliasson y Michal Rovner, quienes trabajan la denuncia social y la alienación del ser humano partiendo del uso de recursos tecnológicos, -tubos de neón, andamios, videos-,  para dar la atmósfera caótica, fragmentada y crítica de esta era de la información.

Lo mismo sucede con la manipulación de la imagen visual, que puede ser trabajada a través de la video-instalación, graficando explícitamente la desgarrada psicología del hombre en la contemporaneidad, obligado a convivir, -competir-, con la máquina (Chloe Piene); o el abordaje de los desórdenes mentales y de la particular visión del mundo de quien los padece, manipulando digitalmente la imagen fotográfica y usando el elemento luz para recrear el mundo interior de ese otro que es el enfermo, que esconde detrás de una máscara sus recuerdos e historia personal (Evru) y que usa como recurso la reconstrucción de una imagen de su memoria, un recuerdo, o mejor, el recuerdo mismo de su historia personal en un espacio tan inapropiado para la libre expresión como puede ser un sanatorio mental, -manicomio-, donde la ausencia se lee como un espacio de reclusión donde se puede leer, -a la inversa-, la historia real de nuestras propias ideas (Javier Téllez); o se manifiesta también en la apropiación sígnica de los tonos cromáticos para extrapolar una vivencia o un recuerdo en gigantografías digitales, donde el objeto de representación parte de un nombre propio, -femenino-, Ángela,  para, a través de la exacerbación de la fuerza simbólica de la mirada, mostrarnos su soledad interior (Isaac Julien).

Las (no) relaciones entre los seres humanos signadas por el transcurrir temporal son recreadas de modo unilateral y prácticamente confesionario por los artistas, personificando su visión interior y los estados sensoriales y fugaces que ésta desarrolla, -el amor, la amistad, la ternura, la solidaridad, la soledad-, en los recursos tecnológicos (proyector de diapositivas) para reafirmar y de alguna manera intensificar, las múltiples lecturas que la obra ofrece (René Francisco; Igor y Svetlana Kopystiansky).

Asimismo, el abordaje de un género tradicional como el paisaje desde las nuevas tecnologías (Tacita Dean), le brinda un carácter diferente a la interconexión que se establece entre éste, -el paisaje-,  y el artista -exiliado interior- que lo ve como un espacio de autorreconocimiento y extrañamiento, permitiéndole una mirada crítica y transformadora a ese entorno convertido ahora en su campo de acción. La coexistencia armónica y dialógica entre lo natural y lo artificial (todo aquello creado y desarrollado por el hombre como parte del entorno urbano), ejemplifica la sociedad  cibernética desde una perspectiva no caótica, pero sí fragmentada, de la visualidad posmoderna, donde la imbricación de todos estos códigos no son excluyentes entre sí.

En las sociedades contemporáneas las autopistas  de la  información invaden ya la vida cotidiana. Los multimedia y los terminales electrónicos  se instituyen como una extraordinaria posibilidad para la comunicación del arte, que a su vez constituye el primer paso hacia una integración global, donde la homologación del espíritu que esto supone, implica una anulación de la individualidad y de la identidad personal y/o cultural de un individuo, grupo o nación determinados. La alienación que presupone esta globalización de la imagen artística,  constituye un motivo de fuerza para que el artista establezca una lucha contra la despersonalización del hombre, a partir de la extrapolación de su historia y vivencias íntimas, -el microevento de su vida-, potenciando la memoria -personal y colectiva- como medio de recuperación de una identidad que se diluye por los puertos informáticos. Esta pluriexpresión que genera la sociedad mediática, hace que el reflejo de la realidad tecnológica convierta al objeto en arte, como extensión del cuerpo humano, sin distinguir entre éste y la experiencia vital del artista.

La digitalización de la cotidianidad, -como imágenes que se autorreflejan-, crea una realidad otra donde todo es irreal, fantasmático e inasible, y donde el hombre, -cibernético-, es apenas un corpúsculo minimizado que se pierde entre las redes informáticas, y que termina creyendo que la realidad verdadera es la que proyectan los medios de comunicación e Internet, -una Matrix real-, donde todo se recrea y se ficciona, las barreras se borran y la realización personal se proyecta a partir de ideales de la sociedad cibernética de consumo, y donde uno termina preguntándose -y ahora parafrasearé a Nietzche- “cómo el mundo verdadero, al final,  acabó convirtiéndose en una fábula” (4).

BIBLIOGRAFÍA

1. Ferry, Jean-Marc, Dominique Wolton y otros. El nuevo espacio público. Editorial Gedisa. Barcelona. España. (fotocopia)

2. Krebs, Víctor J. Del Alma y el Arte. Museo de Bellas Artes de Caracas. Caracas, Venezuela. 1997.

3. Mosquera, Gerardo. Del Pop al Post. Editorial Arte y Literatura. Ciudad de La Habana. 1993.

4. Nietzche. El crepúsculo de los dioses. Alianza Editorial. Madrid. 1973

5. Pfister, Manfred. “¿Cuán posmoderna es la Intertextualidad?” Intertextalitat 1, 2004.

6. Vattimo, Gianni. La sociedad transparente. Editorial Paidós. Barcelona. España. 1990.

(1) Heidegger, Martin. “La época de la imagen del mundo”. En Sendas perdidas. Losada. Buenos Aires. 1960. p.81.

(2) Pfister, Manfred. ¿Cuán posmoderna es la Intertextualidad? Intertextualitat 1, 2004.

(3) Benjamín, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Discursos interrumpidos I. Editorial Taurus. Barcelona. 1973. P. 25

(4) Nietzche. El crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial. Madrid. 1973

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Jennie Roblejo P.

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