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Contra Dios

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El artículo que me dispongo a escribir viene precedido de una noche de larga y meditada reflexión interior, en el intento voluntarioso de explorar los límites de la mente humana, –que en el caso que nos ocupa se refiere a la mía propia– La capacidad de discernimiento de la mente y la voluntad humana –desconocemos donde se hallan los límites de esa voluntad– está puesta en tela de juicio en este sesudo artículo. Es obligación del hombre explorar en su interior para superponerse al resto de materia que le rodea, –que le envuelve– y para ello debemos estimular nuestra doble capacidad racional-irracional, expandirla, liberarla de ataduras impuestas por la propia humanidad para mantenerla siempre bajo control, anquilosada en el pensamiento estrecho y obtuso. Les aseguro que la meditación es el ejercicio más venturoso de cuantos el hombre puede realizar, y el único que de verdad nos aprovecha. Es nuestra obligación cuestionar todo lo aprendido, todas las teorías, las filosofías, las religiones, las ideológicas, han de ser puestas en el disparadero, porque desconocemos cuales son los límites de nuestra mente, desconocemos la verosimilitud de las ideas, o al menos su autenticidad. Es seguro que aprovechar lo que yo denomino el máximo de lo establecido como posible nos convierte en seres superiores, nadie nos revelará la “verdad-falsedad” si no salimos a su encuentro, si no ponemos los medios. Acorralar la cotidianeidad para reinventar un posibilismo de corte humanista. El posibilismo ha de deplorar a los mediocres y convertirlos en objeto de reproche, porque aún no pareciéndolo, se muestran incapaces de aprovechar el máximo de lo establecido como posible, lo que denomino talentos de psiques dormidas, o conformistas.

Como todo tema recurrente que un ser humano pretenda abordar, surge la eterna pregunta del sentido de la vida, el sentido de todo cuanto pueda hacer a la mañana siguiente, cuando me despierte y de comienzo la rutina de todos los días. Aparejado a esta primigenia y genérica idea se desliza la trascendental cuestión del sentimiento de culpa. A saber, todo juicio de valor va acompañado irremisiblemente de otro juicio paralelo que hace referencia a la capacidad. Me explicaré, <>, los humanos proyectamos juicios de valor en base a la condición que adjudicamos a las personas para obrar de buena o de mala fe. Dicho de otra manera, me cuestionaba yo si los humanos no nos habremos equivocado al plantearnos los modos de vida o convivencia en la manera en que lo hacemos. Esto es, humanos contra humanos, o “hacia” humanos, delimitando entre otras muchas cosas, justicia entre buenos y malos, como si todo se dirimiera ahí, en el terreno más cercano, prosaico, prorrogando la atadura de los hombres a otros hombres. Pensaba yo en la inmensidad de la noche, ¿qué demonios hacemos los hombres?, ¿de quién pretendemos la liberación, a quien estamos sujetos? No puede ser que en los millones de años desde que el hombre pusiera el pie en la tierra no haya habido una propuesta verdaderamente revolucionaria. Llevamos miles de años matándonos entre nosotros, en guerras interminables que solo nos disminuyen, y pensé en ese momento en otorgarle a toda la humanidad la condecoración de “inocencia colectiva”. También pensé en que hacemos solamente lo que podemos, o lo que la circunstancia nos permite alcanzar. En que nacemos sin motivo, en que nadie nos explica para qué vivimos, sin un fin, en que debemos aprender a vivir con la idea de la muerte, para que seguir contando…, una serie de cosas que lejos de parecerme indulgentes me aproximaban más a la idea de justicia objetiva. Sí, entiendo que este punto de vista no es original, y que tiene condimentos suficientes para escandalizar a según qué sectores sociales, pero pensaba que si uno no se decide a difundir ciertas ideas algo así como revolucionarias, al final siempre acaban en un pozo sin fondo.

Pensaba yo en los retrasados mentales, y me era nítida la convicción, el concepto mismo de inocencia. Estos desdichados seres, que ni tan siquiera son conscientes de su incapacidad, no han hecho mal a nadie, ¿pero quién se responsabiliza de tan crudísima injusticia?, ¿cómo podemos convivir entre nosotros sin plantar cara a lo incomprensible?, como si nos viéramos obligados a aceptar lo inaceptable solo porque no sabemos hallar la respuesta. Y a continuación pensaba, tan estrictos e implacables con los de nuestra propia condición y tan arrastrados a la hora de tolerar el capricho de un Dios que nos crea. Es entonces cuando me enternecía la humanidad y la disculpaba de todo su odio y maldad, porque en verdad pienso que si lo analizamos con detenimiento, somos criaturas fuera de nuestro elemento, porque no tenemos “elemento”, siempre aclimatados por la necesidad de supervivencia. No pretendo que comprendan mi psique, pero sí que se identifiquen y trasciendan como seres humanos, con la causa humana, que se desvistan de miseria y traten de observar al mundo tal y como lo haría Dios. Porque Dios ha estado presente desde que comencé a pensar en trascender, en elevarme del YO mundano que yacía sobre la cama al YO Super Dios en que por momentos conseguía transmutarme. Es solo un ejercicio mental y les aseguro que todos podemos conseguirlo. Es así como podía obtener una visión preclara de las cosas, como contemplaba al mundo desde las alturas y me parecía pequeño y hermoso a la vez. Observar el mundo desde la perspectiva en que suponemos lo hace Dios, prueben a intentarlo. Desbancarlo de su atalaya, de su posición dominante y dominadora, liberarnos de sus cadenas, de sus planes, esa es la idea. Piénsenlo detenidamente, es cuando cuestionamos nuestra situación respecto a Dios cuando surgen espontáneas las muestras de fraternidad, ¿no están de acuerdo?, porque, en el fondo, todos nos sentimos solidarios en nuestra minúscula condición respecto de aquel que nos ha creado tan inferiores. ¿No podrían surgir de este planteamiento dos nuevas ideologías diferentes de las que conocemos hasta ahora?, la de los rebeldes, que se cuestionan todas las injusticias del mundo y delegan una parte de las responsabilidades en Dios, y la de los sumisos, postulados a favor del dogma religioso, que prefieren revertir las culpas en el hombre, en el pecado, con ausencia total de crítica y de replanteamiento de creencias.

¡Qué pérdida de esfuerzo tan grande!, me repetía convencido de mi suficiencia, como si militar en uno u otro bando fuera clave de nada y nos fuera a solucionar los inmensos retos de fondo que aún tenemos planteados. Y es que el YO mundano no acierta a comprender los aspectos trascendentales de la vida, revolcado en el fango de la cotidianidad ignora que las cuestiones decisivas son de ámbito colectivo y nunca partidista. Una vez nos desembarazamos de ese YO mundano, desaparecen las miserias, los prejuicios, el cainismo. Las desigualdades cotidianas dejan de cobrar sentido, porque uno comprende en toda la extensión de la palabra que con respecto a Dios somos <>, y por tanto, libres de sus sentencias. Esta sería la verdadera revolución que el ser humano hubiera debido llevar a cabo hace millones de años, cuando la tierra aún nos podía alimentar a todos y estaba a nuestro alcance demostrarle a Dios una convivencia ejemplar. Lo que, a mi manera, trato de explicarles, es que debemos tener presente a Dios, pero no para temerlo, ni rendirle pleitesía, sino como acicate en pos de la solidaridad colectiva. Ignorar a Dios no nos hace más inteligentes y nada resuelve, la angustia siempre acecha en el corazón del descreído. Pensaba yo que una de las cosas que hace de esta sociedad del primer mundo algo tan artificial es la ausencia de propósito en la vida, como se ignora a Dios todo queda reducido a un simple discurrir, a un transitar. Y es evidente que antes que contemplar disolutismo a mi alrededor prefiero mil veces la adoración a Dios practicada por cualquier religión, pues esa adoración, sumisa y adormecida, al menos constituye un propósito en sí mismo.

Avanzaba la noche y mi estado de hipercreatividad de pensamiento alcanzaba por momentos cotas extraordinarias, todo lo veía con claridad, como si cada idea que resplandecía fuese estrenada y no hubiera sido nunca contaminada por la matización o el desmentido. Y de nuevo volvía a hacerse presente de manera espontánea la idea de <>, –como solo surge en momentos de paz interior–, la autoindulgencia de carácter general, perdonando a unos seres en los que relativizaba su capacidad para la maldad. Lejos de incomodarme estos pensamientos, por excesivamente relativistas, parecían asentarse mansos sobre terreno abonado, como si desde la elevación del espíritu a la que me hallaba asido el mensaje adquiriera ópticas distintas, más profundas. Y como me percibía tan inmune a todo juicio que contra mí pudiera hacerse, entonces fui todavía un paso más adelante, y me planteé que la única revolución que daba sentido al hombre era la levantada contra Dios, puesto que por encima de las injusticias de los hombres se hallan los designios caprichosos de Dios. Y pensé que estas palabras no debían escandalizar a nadie, y que si algún día dejaban de hacerlo estaríamos empezando a reivindicarnos respecto a Dios. Y luego pensé que quizás Dios está deseando que esto ocurra, y en los tangibles del Dios Ofendido - Dios Indiferente y en que nunca sabríamos cuál de los dos nos gobierna, ni cuál de ellos nos es más favorable.

Atiendan a esto, ¿han pensado alguna vez el sentido que tendría Dios si en la faz de la tierra no hubiera más de una persona? ¿Quién habría ganado esa estúpida e innecesaria –por cuanto que al hombre le gustaría ser dueño y señor único de su destino– contienda de primacía? Imaginen que el ser humano se hubiera puesto por meta derrotar a Dios para liberarse de su autoridad. ¿Qué pasaría si esa persona –representación de toda la humanidad– amenazara a Dios con suicidarse? Es indudable que a Dios se le plantearía un serio conflicto, el de su sentido. Sin la presencia del hombre en la tierra, ¿cuál sería su cometido? Si Dios dejara de tener sentido, ¿qué sucedería con el mundo? Estas preguntas pueden descolocar a más de uno, pero entiendo que si tenemos la capacidad de plantearlas, también tenemos la capacidad de responderlas. Otra pregunta que me hacía era la siguiente, ¿pensó Dios cuando creó al hombre que lo podría controlar eternamente?, y a continuación me cuestionaba, ¿debe el hombre contar con esta posibilidad, para no arrojar definitivamente la toalla? Pero se me tornaba clara y triste la sensación de que para que el hombre ganara la libertad, antes debería aniquilarse, pues sería la única forma de abandonar una partida en la que siempre sale perdiendo.

La rebelión de quien es consciente de sus límites se me antoja inevitable, –argüía desde mi cama mientras se sucedían los pensamientos desde el YO Super Dios– necesaria. Pensaba que si Freud había teorizado sobre el complejo de Edipo, también se podía hablar del complejo de Super Dios en los hombres, y la teoría de matar a Dios para ocupar su lugar, pues sería el reto más difícil que se le planteara, y sería legítimo que el hombre no obrara bajo la sumisión de unas cadenas que no reconoce como inherentes. Ahora veía las cosas con total nitidez y no tenía miedo de mis pensamientos, pues me abrazaba hermanado con mi condición de inocente, magnificada si acaso a la contra por los que viven en el perpetuo temor a Dios. Porque, ¿qué hace Dios, sino jugar con nosotros? Debemos de ser buenos y luego él nos premiará, esa es la consigna de todas las religiones. Demasiadas exigencias para una recompensa no elegida ni necesariamente deseada. El ser humano solo pretende ser feliz, evitar el dolor, el sufrimiento, la vejez, la muerte, pero nada de eso le es concedido. ¿Por qué nos tenemos que resignar a ser los peones de Dios? Luego pensé en que muchos lectores me tacharían de soberbio al dar a conocer mis intimidades, y entonces dio comienzo otro debate no menos interesante. Yo creo que cuando uno es soberbio no lo hace contra los hombres, sino contra Dios, bramando la impotencia de no poder perdurar sobre nada. La soberbia, la vanidad, el egoísmo o el orgullo son aspectos sobre los que Dios se carcajea, pues en nada varían su política sobre la tierra. Por eso resultan enternecedoras estas actitudes en los seres humanos, están colmadas de frustración, y demuestran que el ser humano es consciente de la necesidad de medirse con Dios, aún sabiendo que la batalla está perdida de antemano. ¿Por qué odiar a nuestros semejantes si somos fruto del mismo inexplicable juego?, ¿se dan cuenta de lo revolucionaria que es esta pregunta?, ¿por qué no considerar la soberbia como correctivo de nuestra no deseada vulnerabilidad?

Luego de pensar en estas teorías me paraba a cuestionar a quien ofenderían más estas reflexiones, o de si a Dios realmente le ofende nada, y llegué a la conclusión de que saber la respuesta tampoco resolvería nada. Y es que la noche pasada yo me encontraba totalmente inclinado hacia la condición humana, hacia las otras criaturas puestas a nuestra disposición, y sobre las que tenemos la estúpida sensación de dominación, y que tienen la suerte de no hacerse preguntas. No había en mi pensamiento rastro de objetividad. Y me preguntaba si se podrían sostener estas teorías, con algún un movimiento filosófico que las respaldara, o si serían consideradas como simples disparates. Me empezó a vencer el sueño, mañana debía madrugar y enfrentarme a la cotidianidad y a mis congéneres. Me sentía realizado, el Super Dios se desvanecía lánguidamente y tornaba el Yo mundano, el de enfrentarse a la vida a cara de perro. Caí en un profundo sueño.

Autor: Elio Turmell

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