Los otros latidos
En este mes de mayo se cumplen veinticinco años del primer trasplante de corazón llevado a cabo en España, a un joven que se le escapaba la vida a chorros. Miles de corazones se han arreglado desde entonces hasta ahora, pero esos latidos que se sienten y acompañan desde el primer verso de vida hasta la última estrofa que recitamos andan mal. Se arreglan corazones en los quirófanos de los hospitales, se miden sus latidos con el Electro como si fuesen una colección de acuarelas aburridas y monótonas, que suben y bajan y te dicen si estás vivo, pero todavía nadie ha arreglado esos latidos que impulsan la vida cotidiana del ser humano.
Dicen que los primeros signos de dolor se dan cuando el corazón golpea nuestro pecho como si quisiera brincar, pero no. Son las miradas que envuelven nuestra vida. Si las miradas carecen de clemencia, es donde primero se siente el latido del dolor; en las miradas clavadas de injusticia donde los latidos pierden su pureza. Creo que lo dijo Quevedo, poeta de la justa retórica y de la acertada sátira, que hay que conservar la pureza de nuestros latidos sobre todo lo demás.
Si hoy viviese se quedaría de piedra por este caminar al revés de lo natural, se enfrentaría a un baile de corazones sin tictac, un mundo que convierte lo natural en algo muy distinto a lo que Rousseau soñó. Con razón definía Quevedo al corazón como el veneno de la razón; “envenena y envilece las más saludables atmósferas”. La atmósfera de la violencia, del odio, la envidia y la insolidaridad siguen latiendo con más fuerza hoy que los latidos de los valores. Es inútil protestar, patalear, burlarse o llorar porque frente a los latidos de un corazón enfermo, hay poco que decir. A veces el corazón late como una mordida rabiosa de odio y logra lágrimas de violencia; a veces late bajo impulsos de rencor y calumnia y al siguiente como puñaladas afiladas de envidia que demuestran a cada instante que el contenido del corazón, cuando suena, no es más que calderilla. Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. El perfil de esos corazones se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.
Lo mejor sería arrancarlo y tirarlo como un viejo trapo y hacer uno distinto. Y que alguien nos ponga un corazón flamante y que, de paso, nos pula, que nos recomponga, que de nuevo nos forje para comprender por qué el corazón sopla con otros latidos y nunca hace lo que siente, no siente lo que dice y no dice lo que piensa. Un cirujano, por favor, para un corazón flamante, para la mente, para el alma, antes de que reaccionemos con un estertor o que el miedo ascienda por la garganta, y nada lo calme. Nadie sabe a qué paraíso o infierno, después de veinticinco años, nos llevará la ciencia mañana, porque parece que el destino del corazón del ser humano consista en vivir siempre en la prehistoria de la oscuridad.
Ignacio Ortega
Escritor
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