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Amistad por amistad

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Sin darme cuenta, estaba tamborileando con los dedos sobre el escritorio. Tenía la vista perdida en la ventana, contemplando las nubes, tan bajas que parecían poder tocarse. Pero notaba que ella me estaba mirando, aguardando una respuesta. Cuando las respuestas eran comprometidas, no podía evitarlo. Me paraba un momento a sopesarlo, sin entender que podía suscitar la desesperación en la persona que preguntaba.

-Entonces, ¿qué te parece?

Giré la cabeza y me enfrenté con sus ojos color miel. Fruncía el ceño y torcía los labios, expresando su postura, aún indecisa.

-No me apetece encontrarme con ella.

-Puede haber cambiado -objetó Sofía, mi mujer, ahuecándose el cabello lentamente-. Me han dicho que le gustaría volver a hablar con nosotros normalmente.

-Supongo que tú y yo pensamos lo mismo al respecto. ¿Quieres que sea yo quien tome una decisión? Bien, lo haré si es necesario -repuse, con el semblante serio, entrelazando las manos sobre la mesa y mirándola de hito en hito, pues estaba sentada frente a mí-. No quiero volver a relacionarme con esa persona. Nos hizo mucho daño. Hirió los sentimientos de muchos de nuestros conocidos. Intentó romper el vínculo que me unía a mis amigos de toda la vida. Afortunadamente, ellos confiaron más en mí y finalmente no ocurrió nada... Pero es la única vez que mis amigos se han enfadado conmigo y eso no puede olvidarse.

Sofía titubeó por unos instantes, desviando la mirada hacia la librería, como si buscara un título en particular. Luego, siguió hablando.

-¿No crees que deberíamos perdonarla?

-No se trata de perdonarla -repliqué sin elevar el tono, deteniéndome especialmente en la última palabra-. Sabes que no soy de los que guardan rencor. Para mí el rencor carece de sentido... Pero se trata de alguien con quien no me interesa mantener una relación, por las consecuencias que puede traer.

-La verdad que no puedo considerarla mi amiga -concluyó Sofía, llevándome la razón, con expresión triste-. Llegó a decirme que quiso hacerme el mayor daño que pudo...

-Pero no midió los efectos de sus actos, porque nos hizo daño a muchos, no sólo a ti. Pudo destrozar la bonita amistad que existía entre todos nosotros. En fin, por si la maldad resultara ser contagiosa, lo mejor es alejarse de ella. Sinceramente, es alguien que nunca recuerdo. Pese a todo el mal que sembró, no significó nada para mí.

II

Recuerdo con nitidez los detalles de aquel día. Supongo que es normal que ocurra esto, que la mente se vuelva más precisa cuando se siente estimulada de algún modo.

Ramón se llevó el cigarrillo a los labios y le prendió fuego. En ese momento, ambos guárdabamos silencio porque esperábamos que viniera el camarero con la cuenta. Ramón exhaló una bocanada de humo y sonrió, a punto de reanudar la conversación.

-Qué buenos ratos pasamos juntos, ¿eh?

-Sí, muy buenos -asentí, acariciándome el mentón-. Te eché mucho de menos cuando te fuiste. Pero, bien, las cosas te han ido estupendamente. Así que me alegro. Sinceramente.

Saldamos la factura y salimos del restaurante, en la terraza de uno de esos grandes centros comerciales. Empezamos a bajar por las escaleras mecánicas, con serenidad. Ninguno de los dos tenía prisa. Yo iba a llegar tarde a la oficina, pero no todos los días se almorzaba con un viejo amigo, que pasaba de visita por la ciudad.

-Me ha gustado mucho que me llamaras para comer -le dije risueño.

-Lo repetiremos -aseguró, cambiándose de mano el maletín para ajustarse el nudo de la corbata con la derecha-. Tendré que volver por aquí más pronto o más tarde.

-Si te quedaras una noche, podríamos cenar en casa.

-No estaría mal. Tengo ganas de ver a tu mujer...

Seguimos charlando, hablando de esas cuestiones que nos parecen tan banales pero que realmente son las que más unen a las personas, las que mayor significado tienen, porque, mientras se dicen, el cruce de miradas, el intercambio de gestos aumenta, expresando mucho más de lo que emite la boca.

Cuando llegamos al vestíbulo, creo que estábamos conversando sobre el nuevo coche de Ramón, pues había reemplazado su viejo utilitario por un monovolumen de última generación. De deportes no se podía hablar con Ramón, porque odiaba cualquier tipo de ejercicio físico y cualquier manifestación del mismo. Yo lo prefería, porque hablar de cosas ajenas distancia a la gente, aunque se trate de aficiones comunes. Aquel día prefería que me hablara de su vida, para quedarme saciado de él y saber de qué preguntarle la próxima vez que habláramos por teléfono.

Al cruzar la puerta de cristal del centro comercial, una de éstas que se abren retirándose hacia los lados automáticamente al aproximarte, topamos de frente con una pareja de ancianos. Eran un hombre y una mujer completamente corrientes, de aspecto quizás excesivamente elegante para ir de tiendas. Lo único extraño era que el hombre lucía una melena de pelo blanco que le confería un talante singular.

Aquel individuo, cuando estábamos pasando junto a ellos, se aferró al brazo de mi amigo y le miró fijamente a los ojos, con ademán de crispación.

-Tenga cuidado -murmuró con severidad, pero con voz tranquila-. Tenga cuidado al conducir. Su final está marcado por un accidente de tráfico.

A continuación, le soltó el antebrazo y la pareja siguió su camino. La anciana pareció algo turbada, pero no añadió absolutamente nada.

Ramón y yo nos miramos incrédulos, sin darle mayor importancia a aquel comentario.

-Qué gente más rara hay por ahí, amigo.

-De manicomio -secundé, uniéndome a la risotada de Ramón.

Unos minutos después, me estaba despidiendo de Ramón, que tomaba un taxi hacia el aeropuerto. Lo que no sabía en aquel momento es que me estaba despidiendo de él para siempre.

Una semana más tarde, caminando por aquella misma calle, sonó el móvil. Lo saqué del bolsillo interior de la chaqueta y descolgué. Al otro lado de la línea reconocí la voz de Julián, un compañero de Ramón con el que yo también había trabajado hacía tiempo.

-¡No me jodas! -exclamé al escuchar su terrible mensaje-. ¿Cómo ha sucedido?

El monovolumen de Ramón había colisionado de frente la noche anterior con un camión en una autopista. No había sobrevivido.

Cuando guardé el teléfono, me sentí muy afligido. Nunca se había muerto alguien de mi edad, cercano a mi entorno. Era el primer amigo que perdía. Había sido un buen amigo. Se acordaba de mí cuando visitaba mi ciudad y me llamaba para comer juntos. Ese solo gesto ya decía mucho de él, siempre tan ocupado.

Me percaté de que sólo hacía unos días, cuando habíamos estado juntos, aquel excéntrico anciano le había vaticinado precisamente el fin que había tenido. Y sentí un escalofrío. Todo había pasado de una forma tan rara que vencí mi escepticismo y me convencí de que aquel hombre tenía alguna clase de facultades especiales. Decían por ahí que hay personas capaces de tener premoniciones o presentir situaciones.

-Pobre Ramón.

Cuánto le iba a echar de menos. Iba sopesando esto cuando llegué a las puertas del centro comercial. Y allí, gran casualidad, volví a tropezarme con aquella pareja de ancianos, la mujer emperifollada y el hombre con su traje oscuro. De hecho, lo pensé: "Qué coincidencia". Y me invadieron palpitaciones por todo el cuerpo. Me pareció como una señal, un desagradable presagio.

Pasé de largo, pero, no sé cómo lo consiguió, el anciano posó su mano en mi hombro e hizo que girase la cabeza.

-Tenga cuidado -me dijo, repitiendo su arenga con la misma calma que el día en que retuvo a Ramón-. Tenga cuidado al conducir. Su final está marcado por un accidente de tráfico.

Y, de nuevo, prosiguió su camino. Pero esta vez, su mujer se paró y se volvió hacia mí. Tal vez mi rostro le resultó familiar, pero lo cierto era que se sentía obligada a darme una explicación.

-No le haga caso, por favor. Le dice a todo el mundo lo mismo. No se encuentra demasiado bien.

III

El trabajo no faltaba, pero siempre había huecos, algún tiempo ocioso. Era entonces cuando aprovechabas para poner en orden los papeles, para tomarte un café, para ir al lavabo, para intercambiar alguna impresión con los compañeros. Yo sólo tenía a Aurora, sentada unos pasos a mi derecha, en una mesa idéntica a la mía a pesar de que era la dueña del negocio y yo sólo un socio minoritario. Pero en realidad, rara vez coincidía que ambos estuviéramos libres y pudiéramos mantener una conversación. Generalmente, alguno de los dos estaba atendiendo a un cliente, ya fuera por teléfono o en persona.

No obstante, parecía que Neus sabía cuándo aparecer. No sé cómo se las apañaba, pero siempre se presentaba en el momento del día que menos atareado estaba, de manera que podía hablar con ella un rato sin que el diálogo se viera entorpecido de forma importante. Debía de tenerlo calculado.

-Esta mañana noto el cansancio en tu cara -dijo aquella mañana, sentada frente a mí, al otro lado del escritorio.

Yo la observé con curiosidad, porque ella, en cambio, siempre tenía esa expresión alegre, ese tono de alborozo en su voz, rasgos que parecían inmutables. Sin embargo, intuía en su semblante cierto amago de tristeza indescifrable que no me atrevía a resaltar delante de ella.

-Anoche me acosté tarde -le expliqué, sacudiéndome el pantalón, que había cubierto con los restos de la goma de borrar-. Tuvimos una tarde ajetreada.

-Últimamente, yo estoy durmiendo bastante bien. De hecho, me cuesta enterarme del zumbido del despertador cuando suena...

-Me alegro. Eso es señal de que descansas.

-Por las mañanas voy a la piscina, ¿sabes?

-No, no lo sabía -contesté con cierta sorpresa-. Yo también procuro ir dos o tres veces por semana. Pero empecé hace poco, después de estar mucho tiempo sin nadar, y al volver me pareció que la piscina se había hecho inmensamente larga y que no era capaz de recorrerla ni dos veces. Aun así, me gusta. Es cuestión de práctica y me relaja mucho.

-Sí. A mí me quita el dolor de cabeza -acotó Neus con pesadumbre, como si le resultara muy difícil superar ese malestar.

-¿Tienes dolores de cabeza con frecuencia?

-Cada día, cuando salgo de la oficina. Debe de ser la atmósfera que hay dentro, ¿no crees? Es uno de estos edificios modernos, inteligentes... Bueno, de inteligente no tiene mucho. Se supone que las persianas tienen que moverse automáticamente, reaccionando a las corrientes de aire y a la intensidad de la luz, pero... se abren cuando más aprieta el sol y se cierran cuando está nublado.

-Qué envidia. No te quejes de esos lujos -le regañé con una familiaridad ganada a pulso, impropia en mí normalmente-. Mira dónde trabajo yo, en un pequeño local a pie de calle, con una gran ventana que sirve de escaparate. Todo el mundo, cuando pasa por la acera, me saluda. Y si me molesta la luz, tengo que levantarme para cambiar de posición la persiana.

Reímos. A Neus le hacían gracia mis comentarios. Me gustaba verla sonreír, enseñando su cuidada dentadura.

-¿Recuerdas la última vez que estuvimos juntos? -preguntó, exhalando las palabras con suavidad y cariño.

-Sí -dije, pensando en mi interior: "Fue ayer".

-Siempre lo pasamos bien, ¿eh? -Asentí. El teléfono empezó a sonar-. Es una lástima, pero tengo que irme.

-Muy bien. No te preocupes. A mí se me acumula el trabajo.

-Ya nos veremos -indicó levantándose de su asiento y dirigiéndose a la puerta-. Adiós, Aurora.

Aurora se despidió de ella. Yo la vi caminando lentamente hacia la puerta. El reflejo del sol dibujaba destellos en su silueta y, por un momento, me permitió descubrir toda su vulnerabilidad. Me pareció extremadamente débil, como si tras aquella charla le hubiera arrebatado parte de su fortaleza.

-¿No se acuerda de que ayer estuvo aquí? -prorrumpió Aurora, confesando su incertidumbre.

-No. Creo que nunca recuerda lo que hizo el día anterior. No se acuerda de que viene todos los días, aproximadamente a la misma hora, y se sienta a hablar conmigo exactamente de los mismos temas.

-¿No te parece triste su enfermedad?

-No, no me lo parece. Tal vez porque, a pesar de todo, me recuerda a mí, recuerda mi cara. Por ese motivo me considera su amigo. Con eso es suficiente. Si un día dejara de venir, eso sí me parecería muy triste.

Descolgué el teléfono y continué con mi trabajo.

Escrito por José Angel Muriel González

Datos: Licenciado en Matemáticas e informático de profesión, siempre ha sentido la necesidad de escribir, de crear otros mundos mediante la imaginación y de representar la realidad a través de la ficción. Ha obtenido varios premios literarios, colaboró con otros autores en 2004 en el libro de relatos titulado “Cortos virtuales” y en 2005 publicó su primera novela, “Ladrones de Atlántida”. Para ofrecer apoyo a su obra escrita desde Internet, creó su propia web, www.elautor.com.

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