Recuerdos rascados por la aguja
Hace unos veinte años, todos los sábados por la mañana cruzaba el puente de Triana y me acercaba a Sevilla para comprar un elepé. Todos los sábados.
Tengo una discreta colección de vinilos porque no pasó mucho tiempo y la música empezó a venderse en cedé y a costar tres veces más cara, a pesar de producirse con un coste diez veces menor, no incluir las letras de las canciones ni fotografías de los músicos. Pero este es otro tema.
Desde luego, puedo decir que mis elepés están bien amortizados, rascados una y otra vez por la aguja del tocadiscos, puesto a todo volumen, hasta que mi madre protestaba por tener que soportar la música tan alta.
Qué buen aparato era aquel compacto marca Sanyo que compró mi padre. Radio, casete, plato y amplificador, todo incorporado, con ochenta vatios de potencia y unos altavoces de más de medio metro de altura. El aparato desapareció hace relativamente poco, cuatro o cinco años. Pero lo cierto es que llevaba sin oír mis discos más de diez.
Estas Navidades, mi hermano pequeño me ha regalado un tocadiscos que además de leer los vinilos, transforma la música de los elepés en archivos de sonido. Después de casi quince años sin oír música en un plato, volví a disfrutar de Dame Janet Baker cantando Ombra mai fu de la ópera Jerjes de Haendell; de nuevo pude disfrutar del mejor Peter Gabriel escuchando So; pude recuperar el sonido de Echo and the Bunnymen…
Lo bueno de estos aparatos es que puedes dejarlos trabajar durante horas y ellos te hacen la labor sin chistar. Así que transformando, transformando, mientras escuchaba viejos temas, mi música de elepé ha pasado a formar parte de mi música emepetrés. El ipod se encarga de volver a darle vida a mis discos de juventud.
En este trajín, me ocurrió algo curioso e inesperado. Oyendo Pink Floyd, la lenta suavidad del sintetizador y la soledad del punteo de guitarra en Shine on you crazy diamond, sentí que me devolvían nuevamente a mi adolescencia y primera juventud. Recordé mis quince años, cuando un compañero de clase me recomendó un disco llamado Tubular Bells de un tal Mike Oldfield; cuando descubrí la fuerza de la extraña mezcla de sonidos de Queen en Una noche en la Ópera. Pero recordé mi adolescencia no ya por la música, que también, sino sobre todo por el mágico sonido de fondo que la acompañaba. El sonido de fritura de los discos de vinilo. Me di cuenta de que ese sonido acompaña mis recuerdos. Que curioso que algo tan trivial y anejo a la vida diaria, potencie de esa manera los sentimientos. Como un olor que de repente nos trae a la memoria un recuerdo de la infancia más remota y olvidada.
Volví a disfrutar de la música con el pecho limpio de edad y la cabeza llena de ilusión gracias al pequeño chisporroteo que acompañaba a la música. Recuerdos rascados por la aguja del tocadiscos. ¡Qué curioso!
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