Jueves
Consideró su situación por un momento, no tenía mucho tiempo para pensar, para sopesar su cobardía. Se llevó a los labios el vaso de whisky casi vacío, como un reflejo ensayado muchas veces, una forma más de esconderse entre tantas otras a las que estaba acostumbrado. Se animó a mirar de reojo, por encima del vidrio que lo distorsionaba todo; la mujer seguía allí, sonriéndole.
Roberto Valdivia se consideraba a si mismo un perdedor, uno de esos tipos grises que tienen suerte de haber llegado a los cincuenta sin haber recibido demasiados golpes. Es cierto que nunca se había arriesgado a nada. Se cuidaba en las comidas, no fumaba, caminaba exactamente treinta y ocho cuadras hasta su trabajo cada mañana, recorrido que repetía a la inversa por la tarde sin importar el clima o la estación, y que no había modificado en los últimos veintisiete años. Vestía siempre un discreto traje azul marino, camisa blanca y corbata al tono, del que poseía varios juegos; había aprendido así a despreocuparse del tedio y los vaivenes de la moda, arte que estaba más allá de su comprensión y que aborrecía. Nunca se había casado, y lo más cercano a una novia que había tenido era una vecina de la adolescencia, quien le había enseñado los rudimentos más básicos del amor físico, y que lo había dejado llorando y lleno de rencor para irse con un fulano de pelo engominado y sonrisa de comercial de dentífrico que manejaba un Dodge Coronado rojo, y que por aquel entonces era la sensación del barrio.
Se podría decir que el único vicio que tenía era el whisky de los jueves en el bar de la calle Urquiza. Le gustaba el lugar porque era anónimo y tranquilo, y nadie le prestaba atención. Se sentaba en una de las mesas del fondo con una medida doble de Blenders con hielo, preferentemente en un rincón, desde donde podía observar el escaso movimiento del establecimiento por un par de horas, antes de volver a su departamento de dos ambientes a ver un poco de televisión desde la cama.
Pero hoy todo había sido distinto. Lo notó apenas traspasó la puerta y vió a la mujer sentada en la barra. Linda mujer, por cierto; cerca de los cuarenta, pelo largo y lacio cayéndole sobre la espalda, muslos firmes debajo del vestido ajustado, pechos que podrían haber pertenecido a la tapa de una de esas revistas que decoraban las paredes del kiosko de diarios, y que miraba con timidez al pasar, pero nunca compraba. Lo cierto es que después de un rato había levantado la vista desde su mesa y se había encontrado con esa sonrisa y esa mirada que lo aturdieron. Había bajado la cabeza inmediatamente, sintiendo a la vez pánico y verguenza por su falta de aplomo. Tardó unos minutos en volver a mirarla, esta vez sobre el vaso y con disimulo; no quedaban dudas, la mujer le seguía sonriendo.
A Roberto Valdivia le hubiera gustado en ese momento tener un amigo que lo alentara, o el valor suficiente para levantarse e invitarla un trago, o el poder, al menos, de ser invisible. Se sentía estúpido y nervioso, hacía mucho que su rutina había adormecido esa sensación de inseguridad y patetismo que ahora lo agobiaba. Odió la situación en la que se encontraba, odió a la mujer, y se odió a si mismo. Sintió como la camisa se le empapaba por debajo del saco y como las manos le temblaban. Sin embargo, casi a pesar suyo, respiró hondo y se puso de pie, intentó una sonrisa que había practicado mil veces frente al espejo del baño mientras se afeitaba, y caminó hacia la barra, inundado por la excitación y el desafío de algo nuevo, de algo que se debía desde hacía mucho tiempo.
A medio camino tropezó con una silla. Fue un tropezón casi imperceptible, que ni siquiera le hizo perder el equilibrio.
Cuentan los pocos parroquianos que estaban en el lugar que Roberto Valdivia palideció y detuvo su marcha, inmovilizado en un momento que, seguramente, duró toda una eternidad. Sin decir una palabra, y con la sonrisa convertida en una mueca grotesca, pero todavía presente en su rostro, se dirigió hacia la puerta y desapareció en la noche.
La policía lo encontró una semana después, llevaba muerto más de cuatro días. Acostado en su cama, al lado de una botella y un frasco medio vacío de pastillas, vestía un impecable traje azul marino, corbata al tono y camisa blanca.
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