La violinista
Sentada en la calle con las piernas a un lado, con un vestido raído que dejaba al descubierto unas rodillas fuertes y unos brazos fibrosos, con la melena negra enmarañada pero sorprendentemente limpia y los ojos poseídos por la tristeza, la violinista arrancaba de su instrumento notas trágicas, melancólicas y desgarradoras que la gente que pasaba por la calle ignoraba.
Nadie recordaba cuándo llegó a esa calle, es más, algunos ni siquiera habían reparado en su presencia, casi pisándola cuando pasaban por su lado, pero a ella no le importaba. Tocaba y tocaba, despellejándose los dedos, con los ojos ora cerrados, ora abiertos, ofreciendo lo único que tenía y lo que a nadie le importaba, la música de aquel violín negro que encontró tras salir de una ermita, después de haber maldecido a Dios por su miserable vida.
Un día él se detuvo frente a ella y escuchó pacientemente la sonata que la violinista desgranaba poco a poco, manteniendo los ojos fijos en ella. Cuando acabó la canción, la violinista emitió un profundo suspiro lleno de congoja y levantó la vista, para encontrarse con el rostro más bello que nunca había visto.
Sin dejar de mirar aquellos ojos negros en los que brillaba un fuego traído del más allá, encendido hace siglos, cuando su poseedor fue expulsado del paraíso, la violinista cogió su instrumento y comenzó a tocar frenéticamente. Su respiración se agitó cuando el hombre sonrió y mostró una dentadura blanca y perfecta, de no ser porque todos sus dientes estaban afilados cual colmillos. Las notas se sucedían cada vez más deprisa alcanzando agudos imposibles hasta que desfallecida, dejó caer el violín a un lado. Sin decir una sola palabra, él acarició su mejilla y ella sintió que sus dedos, aunque llenos de consuelo, quemaban su piel.
A la mañana siguiente, la encontraron muerta, sin su violín.
Autora: Laura Diaz
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