El polvo de los jesuitas
De nada me sirvió la amplia gama de médicos que hay en la familia. Es más, resultó nefasta porque los diagnósticos que emitieron sobre mi enfermedad fueron tan variados y contradictorios que por poco me tienen que internar, pero en el manicomio.
Primero fue Beatriz, una de las menores, que no es médica pero oficia de adivina. Me llamó y cuando mi tos contestó, me dijo: "apague ese cigarrillo, carajo". Por supuesto yo no fumaba pero eso no le importó y me diagnosticó cáncer de pulmón, en el mejor de los casos. Traté de explicarle, sin éxito claro está, que el cigarrillo es algo bueno para la angustia y el estrés porque el humo vuelve consciente la expiración, que es la parte de la respiración que relaja al individuo, que produce la sensación de sosiego y bienestar. Le dije que por eso es que las personas suspiran cuando están angustiadas pero no, no le sirvió la cátedra y me mandó a dormir con un "jódase entonces".
Después fue Graciela, la mayor de todas, que tampoco es médica pero sí muy aficionada a la astrología, la que me visitó. Cuando me vio, a las dos de la tarde, acostado con tres cobijas encima, dijo: "es la peste negra, la peste del carbunco". Contó que esta enfermedad, que mató a millones en la China, Europa y Asia, por el año mil trescientos, había sido explicada por profesores de la Facultad de Medicina de París, como debida a una conjunción de los astros pero que aún recordaba los consejos higiénicos para impedir la difusión del mal. Así fue que ordenó le pusieran vinagre a las comidas y me preparó un delicioso vaso de leche agria con ajo y cebolla y, finalmente, me aconsejó que si sentía la atmósfera nubosa y fétida, mejor me abstuviera de respirarla. Ella considera que es mejor que me muera de asfixia y no de la peste.
Después de estas dos asistencias, le pedí a Crótatas que llamara a un médico de verdad pero mi amigo se negó. Dijo que después de la rajada de todos los estudiantes de medicina del país, no volvía a consultar un médico ni loco y me leyó un párrafo de la historia en donde Gil de Corbeil, allá por el año 1220, aconsejaba a sus discípulos lo siguiente: "cambien el color de los ungüentos, a fin de darle al enfermo la sensación de un tratamiento complejo, lo cual contribuye a su mejoría y al incremento de los honorarios. No utilicen remedios que procuran una recuperación inmediata, pues eso hace que el galeno no obtenga del enfermo la remuneración adecuada. Una curación lenta, poco a poco, que se consigue a costa de sufrimientos y dolores, es mucho más ventajosa para el médico, pues llena su mano de presentes y su nombre de honor"
Desesperado, le pedí a crot que me diera algo para la fiebre porque los escalofríos me empezaban a partir los dientes. Al oír mi súplica, se levantó, se puso su bata banca, sus gafas y me dijo: "sencillo, para esa fiebre no hay nada como los polvos de los jesuitas" y me dio a tomar un extracto de un árbol de la familia de las rubiáceas que ni para que les cuento lo bueno que es. Basta con decir que con esta pócima, los jesuitas le calmaron la fiebre a infinidad de feligreses y el médico Robert Taylor curó al Delfín de Francia con lo que se ganó una pensión anual de dos mil luises a cambio, claro está, de la rubiácea. Lo cierto es que con los polvos de los jesuitas, ya tuve alientos de escribirles estas palabras.
Jairo Alfonso Martínez Gómez
Periódico El Compás
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