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Tiempo veloz

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Soplaba un viento frio con rachas de lluvia fuerte. Desenrollamos los abrigos y nos lo pusimos. Cubrimos la cara con la capucha para protegernos de la lluvia mientras echábamos a andar tratando de evitar los charcos que empezaban a llenar el camino.

“Creía que el hombre del tiempo había dicho que no llovería esta tarde” – resaltó la mujer intentando no soltar la mano de la niña, apresurándose a abandonar un repentino solitario parque para regresar a su casa.

Poco a poco, se iba haciendo corriente que sus miradas se encontrasen y se devolviesen con una sonrisa el significado de que se encontraban bien, sólo una vez residió la diferencia que se resolvió cuando la mujer descendió para abrochar mejor el abrigo de la niña. Fue entonces cuando se acercó el momento del alumbramiento en la ciudad pero, aunque se decidió presenciar, no produjo el abandono de una oscura y triste calle, así lo advirtió la niña mostrando una cara de decepción.

La lluvia proseguía y no lograba amortiguar la caída de un sentimiento de intriga y temor. Una sombra se instalaba en la blanca pared de su lado derecho y la vela colocada en la mesa se mantenía firme en cuestión de no revelar su identidad tan fácilmente. La ruptura del silencio sucedió a la incertidumbre, calmando la situación:

“He dejado los abrigos cerca del radiador para que se vayan secando. Ahora, tómate este tazón de leche caliente” – le indicaba la mujer a la niña mientras ésta, sentada, se acercaba hacia la mesa para poder alcanzar el tazón. Su rostro pálido empezó a recobrar el color cuando ya pudo sentirse acompañada por su abuela en esa extraña tarde en la que tan pronto entraba la luz como se iba, en la casa.

“Abuela, ¿tú conociste al abuelo en Egipto?” – pregunté.

La abuela se rio brevemente antes de contestar y no entendí el motivo. Luego, me explicó:

“Conocí a tu abuelo aquí, en Berlín, cuando regresó de Egipto para ser profesor de universidad. Antes de eso, él participó en muchas excavaciones producidas en Egipto. Él, como ya sabes, era arqueólogo.”

“Mamá me ha contado que el abuelo encontró una reina de Egipto” – quise añadir para que me contara la historia

“Tu abuelo, junto con otros arqueólogos, encontraron una figura de piedra intacta, sólo le faltaba la pupila del ojo izquierdo y pequeños fragmentos de las orejas. Llevaba una corona muy alta de color azul, con piedras brillantes de colores rojo, azul y verde, con lo que supusieron que se trataría de una antigua reina de Egipto llamada Nefertiti….”

Yo quería escuchar pero mis ojos se cerraban, sentía ganas de irme a otro lugar, a los antiguos reinos del Nilo. Las aguas del Nilo marcaban la trayectoria de nuestro destino, la ciudad de Akhetaton o a lo que también llamábamos “el horizonte de Aton”. Aton era nuestro Dios, en egipcio quiere decir “sol”. Las riberas se llenaban de campesinos, procedentes de las aldeas más próximas. Todos cuestionaban mi origen, era egipcia, era antes una reina de Asia,… Mi corona faraónica me delataba, ahora sería la reina de Egipto. Cuidaba que mi rostro mostrase indiferencia entre aquellas miradas para que no retirasen importancia al poder que se me había otorgado. El sol empezaba a acompañarnos cada vez más en nuestro viaje y, probablemente, pude ver a lo lejos repetidas veces al faraón esperándome pero sólo era ilusiones mías. Aún quedaba mucho por llegar y mi idea fijada de representar el poder se iba distorsionando con el aburrimiento. Fue entonces cuando comprobé que los múltiples animales exóticos que hallé sobre las cerámicas que llegaban a mi ciudad eran ciertos. Sobre tierra firme y bebiendo del Nilo pude contemplar alguna que otra escueta aparición de un león, una jirafa, un caballo, un cocodrilo,…. Ninguno de ellos se percataba de mi presencia o si lo hacían permitían que siguiese pasando inadvertida. El viaje seguía continuando y yo aún no le veía final al Nilo. Curiosamente, de manera repentina, mis manos recobraban la sensibilidad aparentemente perdida durante alguna parte del trayecto y que no recuerdo. Miré y entre ellas guardaba un amuleto. Un amuleto en forma de diosa con cabeza de león y que aseguraba a cualquier reina que lo llevase su bienestar, pues el mito decía que ésta diosa protegió al dios Sol hasta que se exilió, bajo la apariencia de león, en algún lugar donde aún no se sabe cuál. Luego, al recordar aquel mito, me pregunté hasta cuándo me protegería a mí el amuleto. Volví a echar la vista en frente, pero ya no había horizonte, todo se volvió blanco, giré hacia los lados y todo se veía blanco, la galera se hundía porque ya no había Nilo que lo sujetase, la galera desaparecía casi al mismo tiempo y yo me caía hacia la nada….

“Lisa, despierta, son las cuatro y media y la conferencia la tienes a las siete” – decía una mujer que en principio me resultaba ser desconocida hasta que me recuperaba del sueño.

“Si, abuela. Gracias por prepararme el tazón de leche” – le contesté

Cuando terminé el tazón de leche, oí la voz de Rodrigo llamarme. Su cabeza sonriente apareció asomada a la puerta entreabierta avisándome de que todo ya estaba preparado para marcharnos. Yo sólo asentí. No podía creérmelo hasta que no estuviera allí.

“Espera. Ya voy” –logré decirle

Miré por un momento la foto de mi abuela y volvió a venirme a la memoria sus maravillosas historias de aquel lugar. Salimos de la casa. Bajaba las escaleras ayudándome de la barandilla y de un bastón. Dicen haber encontrado a la reina de Egipto y mi nieto Rodrigo va a comprobarlo. Quizás yo también pueda comprobar lo que veo en mis sueños.

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