El espejo
Los chicos están grandes...parece que ayer los peinaba para ir al colegio...tardes de galletitas, tarea, rezongos y televisión...Amigos que vienen, amigos que invitan...En esos tiempos me quejaba a veces de no tener tiempo para mí. Correr de casa al trabajo. Del trabajo a buscar a los chicos. Tuve casi en la palma de la mano aquel ascenso, pero implicaba muchas horas fuera de casa. El curso de perfeccionamiento también quedó atrás...pero mi rol de mamá y ama de casa era casi indelegable. Y mi trabajo me llevaba ya suficiente tiempo...
A veces me miraba al espejo y me preguntaba cuánto de aquella chica divertida, atractiva, con mirada romántica y andar despreocupado quedaba todavía. Pero eran instantes de ensueño que se rompían como se rompe un hechizo al grito de “¡mamaaaaa!” o cuando el reloj indicaba que llegaba tarde al trabajo, o cuando el teléfono sonaba insistentemente.
Los chicos hoy están grandes. Siguen siendo un poco pegotes, todavía no logro que laven los vasos después de usarlos y no acumulen torres que ascienden hacia el techo como una obra de arte moderno. Ahora ya entran y salen de la casa, tienen sus horarios, sus estudios, sus vidas... el trabajo pasó a ser una rutina automática y el reloj ya no corre, sino que alarga sus horas, sus minutos, sus segundos...casi parece detenerse en algunos momentos del día. Ahora paso frente al espejo y no quiero hacerme la misma pregunta de antes...tengo miedo de la respuesta...¿y si ya no quedara nada? Pero entre cuadernos, cacerolas, oficinas y reuniones escolares hubo alguien que también corrió a la par mía. Él estuvo ahí todo el tiempo. A veces corrimos juntos, a veces cada uno hacía su propia carrera...pero nuestros caminos estuvieron siempre paralelos. Lo miro entrar a casa por la tarde. Si, para él también pasaron los años. El cansancio se ve en sus ojeras. Pero hay un brillo en sus ojos, en su mirada que siguen reflejando su personalidad chispeante, su temperamento impulsivo, la picardía que me enamoró. Las canas asoman entre su cabellera negra y le dan un aire interesante. Parece serio, independiente, duro, pero tiene una sensibilidad que sólo quienes lo conocen mucho saben ver. Me mira, aflojándose la corbata me saluda y haciéndome un gesto acercando el pulgar y el índice me pide, como siempre, un café. Siento que él tiene la esencia de siempre. Veo que tiene nuevos encantos y también conserva los encantos de antes... “¿Qué pasa? ¿Qué tengo?” me dice al ver que me quedé ahí, sin reacción, mirándolo hipnotizada. “Estamos solos...” Su sonrisa y sus ojos bañaron todo mi cuerpo. Se levantó del sillón, me agarro de la mano y me llevó a nuestra habitación. Por un momento todo se detuvo. El reloj, el teléfono, la gente, el mundo y mi mente. Fue mágico. El atardecer dejó paso a la noche y ese día éramos dos a cenar. Antes de decir nada, antes de levantarme recorrí la escena con mi mirada. Este es el mejor espejo que me refleja hoy. Tal vez haya ganado unos kilos, mi cuerpo no está tan tenso y mi cara delata un camino recorrido sin descanso, sin desperdicio tampoco...pero nosotros después de toda una vida que comenzamos casi sin darnos cuenta, estamos otra vez comenzando de nuevo. En este espejo me veo espléndida. Este espejo me dice que soy la misma, y que también soy una nueva.
Marigel Indart Grafóloga Pública Consultora Psicológica Acompañante Terapéutica
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