El camino, de Miguel Delibes
La inminente partida hacia la ciudad, para continuar los estudios, de un niño de once años, es el inicio de esta entrañable novela. A partir de ahí ocurre lo que tiene que ocurrir cuando gente con talento se dedica a contar historias escritas: pasan cosas, te diviertes, te ríes, te apenas… Porque todo está bien contado y expresado con ingenio.
La vida de un pequeño pueblo castellano, que se supone debería ser aburrida y monótona, es el escenario de una sucesión de aventuras y desventuras protagonizadas por unos personajes muy divertidos y retratados de manera excepcional. El recuerdo del niño nos mete de lleno en las vivencias del pequeño pueblo y nos sitúa en medio de una serie de sucesos que bien podrían estar entre Las aventuras de Tom Sawyer y las de Don Quijote, sin ser ni querer ser unas u otras. Esta novela nos hace reír del mismo modo que nos provoca tristeza o intranquilidad, pues Delibes consigue retratar la vida cotidiana de manera sencilla, sin alardes ni piruetas dramáticas.
El lenguaje de la novela es llano, impregnado de aroma rural, pero riquísimo en su vocabulario y elegante y certero en las expresiones y giros.
Los recuerdos del pequeño protagonista se convierten en un cúmulo de lecciones aprendidas que, sin percibirlo, le abren al conocimiento del mundo real: el descubrimiento del verdadero significado del amor de su madre, la sensación irracional que se siente al enamorarse de alguien que es inalcanzable, aprender el significado de la fuerza bruta frente a la inteligencia, el valor de la jerarquía en la relación con los demás, las extrañas reglas de los adultos que sin motivo justificado deben respetarse, percibir el miedo a dejar la seguridad del pueblo, apreciar por vez primera el paisaje que le rodea sin haber sido consciente hasta ese momento, el descubrimiento del verdadero amor en la persona que menos se espera…
Y como para morir sólo hay que estar vivo, la muerte cierra el paréntesis de recuerdos y devuelve a la realidad al protagonista y al lector.
Hemos llegado donde la Vida nos ha permitido llegar. Nadar en el rápido manteniéndonos a flote nos hace creer que decidimos la dirección de nuestro movimiento, cuando en realidad, si hubiéramos podido elegir, nos daríamos cuenta de que ni tan siquiera queríamos mojarnos. ¡Qué soberbios!
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