Un barco de guerra por entre las nubes.
Al salir a un claro del monte, después del ascenso interminable, aquel caminante argentino sintió deseos de sentarse a la sombra y pegarse a la bombilla para chupar un buen mate. Estaba extenuado, pero sentía que algo grande estaba por ocurrir. Y eso, a sus ojos, justificaba el cansancio, las moscas, el sudor pegajoso y desconocido para un porteño, la opresión de esta maraña verde, por donde, de seguro, aún deambulaban los personajes de la novela “El reino de este mundo”, del cubano Alejo Carpentier. Por haberla leído, o mejor dicho, devorado, había viajado a Haití, desoyendo consejos de familiares y amigos. Y a cada paso que daba por los senderos de una manigua insospechada, se convencía, a pesar del cansancio, que vivir esta experiencia valía la pena.
Desde chico fue rebelde e independiente. Por eso viajaba ahora como turista fuera de los itinerarios establecidos, haciendo auto-stop, montado a lomos de mulos y burros de alquiler, caminando con su mochila al hombro, fotografiando para el recuerdo, y si todo le salía bien, para un reportaje que ofrecería a una revista de viajes. Y así, había estudiado mapas, preguntado a las campesinas que pasaban con haces de leña sobre la cabeza, o a los que transportaban serones de calabazas y boniatos en sus caballitos nerviosos. Y bueno, aunque le daba pena reconocerlo, pues le quitaba azar a su aventura, guiándose también por su GPS, privilegio que de haber existido antes, Colón no hubiese llamado Indias a este Nuevo Mundo.
Sentado en el claro, sobre la tierra olorosa, y escuchando los ruidos infinitos del monte antillano, el argentino tuvo la inexplicable sensación de que algo, o alguien, lo observaba desde arriba, y al levantar la vista fue que sucedió. Quedó sin resuello, hecho una pieza, aplastado por la majestad de un muro infinito de piedras y ladrillos, de una muralla de más de 4 metros de grosor, levantada sobre la montaña conocida como El Gorro del Obispo, ubicada a más de 900 metros sobre el nivel del mar.
“La ciudadela Laferriére, la joya del rey Henri Christophe…Un barco de guerra entre las nubes…”-atinó a murmurar, levantándose de un salto, y olvidando el cansancio de la marcha…
El argentino recorrió, casi sin ver otras presencias humanas, aquella mole imponente ubicada a 17 millas al sur de Cabo Haitiano, la fortaleza más grande del hemisferio occidental, Patrimonio de la Humanidad, desde 1982. Le faltaban palabras para su asombro, por eso fotografió y palpó cada uno de los 365 cañones ingleses, españoles y franceses, destinados a repeler invasiones europeas de reconquista, y muchas de sus 50 mil balas, estrictamente apiladas. Vio contrafuertes, escarpas, bastiones, atalayas, salones de billar, mazmorras, 8 cisternas de piedra, almacenes, la sala del trono, pasadizos secretos y plazoletas. Asomado al espectáculo de la llanura haitiana del norte, como si estuviese en un palco, le escuchó decir a un guía que conducía un puñado de japoneses enloquecidos, que esta maravilla había sido erigida con el trabajo forzado de 20 mil hombres durante 15 años, culminándose en 1820, y que los muros habían sido levantados, y las piedras unidas, por una mezcla de cal, melaza y sangre de toros y chivos, para hacerlos mágicamente invulnerables ante los enemigos.
A lo lejos, aquel viajero idealista, vislumbró las ruinas del otrora fastuoso Palacio de Sans Souci, cerca de la ciudad de Millot, donde Henri Cristophe I, la reina María Luisa, y las infantas Atenai y Amatista animaron una corte más deslumbrante y refinada que muchas cortes europeas. Hasta allí llegó, recordaba lo leído el argentino, el eco del pueblo sublevado y de los tambores llamando a la lucha. Allí se suicidó Henry Christophe, disparándose una bala de plata en la sien. Y a la ciudadela Laferriére, donde se hallaba ahora, fue llevado para sumergir su cadáver en la argamasa final de las murallas. Su mausoleo definitivo.
Sin haber tomado el mate, el argentino se sintió en vilo, excitado y zarandeado por la historia. En un recodo, creyó ver pasar al Rey y su séquito de aristócratas negros con pelucas blancas, inspeccionando las obras. Al entrar en una estancia de alto puntal, divisó un banderín fantasmagórico donde estaba inscrita la consigna real de “Dios, mi causa y mi espada”, mientras el perfume de las Infantas alegraba sus sentidos. A lo lejos, y abajo, las cuadrillas de operarios cantaban, en creole, un canto al trabajo…
“Valió la pena el viaje”-fue lo único que atinó a murmurar el argentino, antes de perderse por la brecha donde todos los siglos confluyen. Fue entonces que escuchó, con absoluta nitidez, la voz afrancesada de Alejo Carpentier, como si se dirigiese sólo a él:
“¿Pero qué es la historia de la América toda, sino una crónica de lo real-maravilloso?” Valió la pena.
Imagen: © Rémi Kaupp, CC-BY-SA, Wikimedia Commons
Registro automático