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El principio de autoridad. Autoritarismo y antiautoritarismo

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Uno de los mayores extravíos de nuestra sociedad actual, quizá sobre todo en Europa, es la permanente confusión entre lo que podríamos llamar "principio de autoridad" y el autoritarismo. Como evidente consecuencia del abuso de autoridad (dictaduras políticas) de otras épocas, las guerras mundiales, los sentimientos de culpa colectivos y la enorme difusión de las ideologías de izquierda, mucha gente -sobre todo ciertos colectivos juveniles- han desarrollado una especie de "alergia" total a cualquier forma de autoridad, un furioso "antiautoritarismo" (bastante intolerante y violento a veces, por cierto). Y, emocional e intelectualmente, han producido la fantasía de que sería posible una convivencia sin autoridad alguna, en rebeldía permanente. Tal actitud no sólo es, en mi opinión, absolutamente ingenua, sino un obvio síntoma neurótico de millones de personas brutalmente desamadas y/o reprimidas, es decir, maltratadas,  por la pedagogía negra.

El ser humano, como mamífero social, como "ex-niño" y como neurótico, lleva inscrito en el corazón no sólo la capacidad de amar, odiar, temer, etc., sino también la de respetar, imitar y obedecer (hasta cierto límite) a las personas dignas de confianza que, en virtud de determinadas actitudes y aptitudes, consideramos capaces de guiarnos y protegernos. Esto es psicosocialmente, desde todos los puntos de vista, infinitamente más eficiente y economizador de energía que si millones de individuos tuviésemos que decidir todos los días sobre todos los asuntos... Además, el principio de autoridad es crucial en cualquier proceso de amor, aprendizaje y crecimiento, ya que atribuimos "autoridad" precisamente a las personas que, por su experiencia, personalidad, afecto hacia nosotros, etc.,  nos proporcionan seguridad y ejemplo. Todas las actividades humanas sin excepción involucran dicho principio: desde criar un niño o elegir un médico, hasta leer un libro -de nuestro autor admirado- o dirigir una película. Sin árbitro no hay fútbol. Sin taxista, no hay taxi. Sin Freud o Miller no hay este blog. (1)

De modo que el principio de autoridad es un factor crucial de tranmisión de afectos, conocimientos, organizacion y gestión psicosocial. Lo que caracteriza a una autoridad sana y legítima es: 1) el interés, respeto y afecto por las personas subordinadas a tal autoridad; 2) la legitimidad (por méritos y aptitudes reales, aceptación de los subordinados, etc.). Cuando falla alguno de tales puntos, comienza el abuso de autoridad, el autoritarismo. Y tras él, con efectos igualmente devastadores, su reacción ciega: el antiautoritarismo. Porque, como todos sabemos -y la historia lo confirma- el hijo furioso puede ser incluso más dañino que su brutal padre castrador (recordemos a Hitler). Nadie escapa de los efectos de la represión, ni deja de repetirlos, salvo tras una dificil elaboración psicodinámica. Así, como expresó muy bien Erich Fromm, psicoanalista y marxista:

"Si un hombre sólo puede obedecer y no desobedecer, es un esclavo. Si un hombre sólo puede desobedecer y no obedecer, es un rebelde y actúa por cólera, despecho o resentimiento, no por convicción o principios".

La rebeldía desesperada de los antiautoritarios conduce, por cierto, a extrañas paradojas. Sin autoridades respetadas -que son, en realidad, símbolos inconscientes de protección y guía-, ¿cómo soportar la soledad de la masa, donde "todos somos iguales" y por tanto "no acepto que tú me mandes". Así comienza, más aún que en otras situaciones, la perpetua reivindicación de mi narcisismo frente al tuyo, con las consiguientes disensiones y rivalidades que, no arbitradas por nadie, conducirán a todos al colapso.

De modo que autoritarismo y antiautoritarismo son los dos extremos de una misma locura. Y en medio tenemos lo más simple, lo más obvio -el sentido innato de autoridad-, sin el cual toda vida individual y social queda dramáticamente paralizada. Mientras no comprendamos esto y recuperemos algún sentido de autoridad, individuos y sociedades tenderán a ser más desdichados de lo que ya son.  (2) Pues cuando un sujeto o sociedad odia, teme o se avergüenza del sentido de autoridad, significa que no ha digerido sus viejos traumas y, en consecuencia, los repetirá inexorablemente disfrazados de otra cosa.  1. El sentido de autoridad ayuda a absorber, además, las inevitables diferencias y frustraciones de la vida cotidiana, pues ninguna organización social puede satisfacer a todos sus millones de miembros. 2. Por supuesto, no se trata de someternos ciegamente a cualquier autoridad, ni de renunciar a nuestra responsabilidad de elegir, deponer y juzgar a las autoridades.

Uno de los mayores extravíos de nuestra sociedad actual, quizá sobre todo en Europa, es la permanente confusión entre lo que podríamos llamar "principio de autoridad" y el autoritarismo. Como evidente consecuencia del abuso de autoridad (dictaduras políticas) de otras épocas, las guerras mundiales, los sentimientos de culpa colectivos y la enorme difusión de las ideologías de izquierda, mucha gente -sobre todo ciertos colectivos juveniles- han desarrollado una especie de "alergia" total a cualquier forma de autoridad, un furioso "antiautoritarismo" (bastante intolerante y violento a veces, por cierto). Y, emocional e intelectualmente, han producido la fantasía de que sería posible una convivencia sin autoridad alguna, en rebeldía permanente. Tal actitud no sólo es, en mi opinión, absolutamente ingenua, sino un obvio síntoma neurótico de millones de personas brutalmente desamadas y/o reprimidas, es decir, maltratadas,  por la pedagogía negra.

El ser humano, como mamífero social, como "ex-niño" y como neurótico, lleva inscrito en el corazón no sólo la capacidad de amar, odiar, temer, etc., sino también la de respetar, imitar y obedecer (hasta cierto límite) a las personas dignas de confianza que, en virtud de determinadas actitudes y aptitudes, consideramos capaces de guiarnos y protegernos. Esto es psicosocialmente, desde todos los puntos de vista, infinitamente más eficiente y economizador de energía que si millones de individuos tuviésemos que decidir todos los días sobre todos los asuntos... Además, el principio de autoridad es crucial en cualquier proceso de amor, aprendizaje y crecimiento, ya que atribuimos "autoridad" precisamente a las personas que, por su experiencia, personalidad, afecto hacia nosotros, etc.,  nos proporcionan seguridad y ejemplo. Todas las actividades humanas sin excepción involucran dicho principio: desde criar un niño o elegir un médico, hasta leer un libro -de nuestro autor admirado- o dirigir una película. Sin árbitro no hay fútbol. Sin taxista, no hay taxi. Sin Freud o Miller no hay este blog. (1)

De modo que el principio de autoridad es un factor crucial de tranmisión de afectos, conocimientos, organizacion y gestión psicosocial. Lo que caracteriza a una autoridad sana y legítima es: 1) el interés, respeto y afecto por las personas subordinadas a tal autoridad; 2) la legitimidad (por méritos y aptitudes reales, aceptación de los subordinados, etc.). Cuando falla alguno de tales puntos, comienza el abuso de autoridad, el autoritarismo. Y tras él, con efectos igualmente devastadores, su reacción ciega: el antiautoritarismo. Porque, como todos sabemos -y la historia lo confirma- el hijo furioso puede ser incluso más dañino que su brutal padre castrador (recordemos a Hitler). Nadie escapa de los efectos de la represión, ni deja de repetirlos, salvo tras una dificil elaboración psicodinámica. Así, como expresó muy bien Erich Fromm, psicoanalista y marxista:

"Si un hombre sólo puede obedecer y no desobedecer, es un esclavo. Si un hombre sólo puede desobedecer y no obedecer, es un rebelde y actúa por cólera, despecho o resentimiento, no por convicción o principios".

La rebeldía desesperada de los antiautoritarios conduce, por cierto, a extrañas paradojas. Sin autoridades respetadas -que son, en realidad, símbolos inconscientes de protección y guía-, ¿cómo soportar la soledad de la masa, donde "todos somos iguales" y por tanto "no acepto que tú me mandes". Así comienza, más aún que en otras situaciones, la perpetua reivindicación de mi narcisismo frente al tuyo, con las consiguientes disensiones y rivalidades que, no arbitradas por nadie, conducirán a todos al colapso.

De modo que autoritarismo y antiautoritarismo son los dos extremos de una misma locura. Y en medio tenemos lo más simple, lo más obvio -el sentido innato de autoridad-, sin el cual toda vida individual y social queda dramáticamente paralizada. Mientras no comprendamos esto y recuperemos algún sentido de autoridad, individuos y sociedades tenderán a ser más desdichados de lo que ya son.  (2) Pues cuando un sujeto o sociedad odia, teme o se avergüenza del sentido de autoridad, significa que no ha digerido sus viejos traumas y, en consecuencia, los repetirá inexorablemente disfrazados de otra cosa.  __ 1. El sentido de autoridad ayuda a absorber, además, las inevitables diferencias y frustraciones de la vida cotidiana, pues ninguna organización social puede satisfacer a todos sus millones de miembros. 2. Por supuesto, no se trata de someternos ciegamente a cualquier autoridad, ni de renunciar a nuestra responsabilidad de elegir, deponer y juzgar a las autoridades.

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Acerca del autor

José Luis Cano Gil. Psicoterapeuta y Escritor. http://www.psicodinamicajlc.com

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