El independentismo del miedo
Me he decidido a escribir este articulo porque en el debate sobre la independencia de Cataluña nadie habla del miedo y, en mi opinión, esa es la clave que explica porque la opción del si está ganando adeptos por doquier.
Empezaré aclarando que, aunque nacido en Girona, mi madre es de Ciudad Real y mi abuelo paterno de Madrid, cosa que en términos de sanguínidad me convertiría en castellano al 75%. En casa siempre hemos usado indistintamente el catalán y el castellano sin que jamás nos preguntáramos si debía ser así. Siempre he considerado el catalán como mi lengua materna. Era la que mas se usaba entre los niños y, ya de mayor, la que siempre he usado en todos mis ámbitos de socialización. Nunca me atrajo el independentismo y puesto a elegir me consideraría mas cercano a la universalidad que a las patrias, los himnos y las banderas. Pero ahora si, ahora me considero un independentista del miedo. Y me parece muy curioso que se hable tan poco de este fenómeno.
No hablo del miedo a la exclusión, o del miedo a que los vecinos y amigos dejen de saludarme, ni de ninguno de los miedos que puedan inventarse los voceros del españolismo, si no del miedo al pasado. Ese miedo irracional que produciría ver un muerto resucitado o aún peor, ese miedo tan propio del cine japonés donde jamás sé ve al fantasma pero se le intuye por sus actos.
Y es que mi generación crecida al final del franquismo lleva en su adn ese miedo. Es el miedo heredado de sus abuelos fusilados o encarcelados, el miedo a la penuria de sus padres crecidos en la postguerra, el miedo a volver atrás, a ese país en vias de desarrollo en el que vivíamos y que tan tenazmente nos inculcaron a temprana edad para que nos encaminaramos en la senda del progreso capitalista. És el miedo a las imágenes en blanco y negro, al olor de los sofás de skay, a las bolas de naftalina, a las cañerías de plomo, a la catequesis, a los zapatos de charol y la raya a un lado.
Noto como ese miedo a volver atrás, a lo peor de nosotros mismos, nos rodea silenciosamente como un presagio de mal agüero. Sabemos que lo peor de España está regresando. Lo sentimos cada viernes cuando nos dan las noticias de los acuerdos del Consejo de Ministros. Cuando vemos aumentados los ya de por si escandalosos privilegios de la Iglesia. Cuando nos enteramos dia si y dia también de nuevos casos de corrupción amparados en la impunidad. Cuando se roba sin cuartel de los fondos públicos para entregárselo a los banqueros. Cuando las mujeres deben pensar en Londres cada vez que se les retrasa la regla. Cuando la monarquía se pudre de avaricia. Cuando los jueces son perseguidos por hacer su trabajo. Cuando los medios de comunicación cuentas las mismas mentiras. Cuando se nos habla de un nuevo código penal que nos recuerda que no siempre ha habido libertad de expresión. Cuando uno se da cuenta que el poder real se mantiene bien sujeto por las castas herederas de los golpistas vencedores y de cómo éstas han aumentado su poder hasta hacer de la democracia una caricatura a su servicio. Y mas miedo aún cuando el partido que gobierna incumple todo su programa electoral y aún y así mantiene a sus votantes en los sondeos.
Algo no marcha bien en España. Se me puede argumentar que algunas de esas cosas también las protagoniza la derecha catalana pero, los que vivimos aquí sabemos que no con ese fondo, ni con esa intensidad, ni sobretodo con esas formas. Tal vez sea la vecindad con Europa o ese deseo de ser más como ellos. Sea lo que sea, los catalanes intuimos que solos nunca veríamos una derecha tan casposa y, por supuesto, tenemos otras izquierdas mas plurales que el pseudosocialismo siempre empujadas por un tejido social vivo y plural. Catalunya tiene sus déficits sociales y políticos pero es una escala territorial suficientemente abarcable para enmendarlos, hay fuerzas sociales y políticas suficientes para ello, mientras que España la vemos como un gigante embarrado y no tenemos fuerzas para sacarlo del lodazal. Durante años nos hemos creído lo de que éramos el motor de España pero esta vuelta atrás nos deja sin aliento.
Y es que el futuro que nos prometieron era el de una España moderna, donde cerraríamos las heridas territoriales, donde las ideas serían respetadas y los pactos cumplidos, donde el progreso sería para todos, donde las conquistas sociales como una educación y una sanidad universal formaban parte de nuestra identidad democrática. Digo que algo no marcha bien en España, cuando ese retroceso fué iniciado ya en épocas donde los que mandaban esperábamos que fueran de otra índole, y aún hoy se rinden a muchos de los postulados de la derecha atávica y su caverna mediática para no perder el centro: esa mayoría de votantes a los que les han lavado el cerebro, que aplauden cuando se propone suprimir ayuntamientos y delegar en las Diputaciones hijas del franquismo, que vitorean a la roja y a los toreros como antagonista a la identidad periférica, que convierten las memorias de Belén Esteban en un best-seller. De hecho es a toda esa gente anónima, a la que no conozco, a la que tengo miedo, porque son ellos los que conforman la opinión mayoritaria de una España sin rumbo que vuelve atrás en un viraje de 180º sin pestañear, como un boomerang, impelidos por la falta de referentes en un país donde se han echado toneladas de tierra sobre la memoria histórica. Es también la falta de expectativa en la alternancia bipartidista que se ha instalado en Madrid la que asusta. Y mas cuando viejos referentes del socialismo se aburren en los consejos de administración de las multinacionales que nos empobrecen.
Esa España sin remedio es la que asusta y la que, tal vez sin quererlo nos muestra a los catalanes que nada va a cambiar, y que tal vez la única salvación sea abandonar el barco antes de que sea demasiado tarde. Es esa España, la que me ha convencido a mi también, aún sin ser nacionalista, a ser independentista.
Enric Pardo
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